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Palabra de honorCarmen Cordón

Entre la espada y la dignidad

Uno va improvisando como puede por la vida, sin ensayo previo. Te casaste con aquel chico que conociste casualmente en un bar, estudiaste esa carrera por salir de Zaragoza, confiaste en aquel amigo… que no lo era tanto. Todo te lleva, casi a ciegas, hasta dónde estás. ¿Será que nada está escrito, pero que todo es inevitable?

Act. 28 jun. 2025 - 11:14

Ayer me llamó una amiga. Ha perdido su trabajo. Nada más colgar, me quedé descolocada. No es propio de ella. Es una de las mujeres más inteligentes y preparadas que he tenido la suerte de cruzarme en la vida. Una mente aguda, rápida, luminosa. Es joven, guapa, comprometida hasta la médula. Tiró ella sola del carro, con dos hijos pequeños colgados del alma, abandonada por un bon vivant al que la paternidad le venía grande. Me ahorro los detalles para que los implicados permanezcan en el anonimato, pero ella, Daniela (por ponerle algún nombre), se ha lanzado al caos que supone renunciar a su seguridad económica por no ir contra sus principios, su ética personal. «Carmen, una cosa es comprometerte con algo que después no puedes cumplir por causas imprevistas, pero otra muy distinta es cerrar acuerdos sabiendo, desde el principio, que no vas a cumplirlos. Poner tu palabra, tu reputación… ser cómplice del engaño a priori, sencillamente no puedo» me decía Daniela controlando sus emociones. «Estaba entre la espada y la pared. No podía hacerlo y me han echado».

¿Y si en esta vida solo pudiéramos ser —ni más, ni menos— lo que somos en cada instante? ¿Y si todo lo que hacemos fuera, en el fondo, inevitable? A veces repaso las decisiones —pequeñas, grandes, trascendentales o absurdas— que he ido tomando a lo largo de mi vida. Y me miro. Me reconstruyo con lo que fui. Yo, con mis virtudes y mis torpezas. Con mi más o menos 'tontez', mi más o menos inteligencia. Con la información que tenía, tan parcial, tan frágil. Con mi tierno corazoncito, mi manera de sentir, mi timidez, mi necesidad de hacer felices a los demás ¿De verdad podía haber hecho otra cosa? ¿Podía haber elegido de forma diferente? Creo que no. Uno va improvisando como puede por la vida, sin ensayo previo. Te casaste con aquel chico que conociste casualmente en un bar, estudiaste esa carrera por salir de Zaragoza, confiaste en aquel amigo… que no lo era tanto. Todo te lleva, casi a ciegas, hasta dónde estás. ¿Será que nada está escrito, pero que todo es inevitable?

«Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él» decía Sartre. Si miramos bien dentro de nosotros ahí está todo: albergamos tanto la luz como las sombras, el impulso de crear y el riesgo de corromper. Pero, dentro de ese abanico de posibilidades infinitas ¿Escogemos? Sí. Uno escoge siempre, aunque no lo sepa, porque la pasividad también es una elección. Que te compromete y te define como cualquier otra. Escogemos pues, los individuos y las sociedades, y por tanto podemos dejarnos llevar por nuestros intereses más egoístas, más cortoplacistas o también podemos alzar la vista, mirar más lejos, y anticipar dos o tres jugadas por delante, escuchar la conciencia, intentar ser mejores de lo que somos, y, como ese aviador perdido en el desierto de El Principito, levantar los ojos al cielo estrellado para no olvidar lo esencial.

Mi marido Ignacio y yo tenemos una eterna discusión abierta. Yo creo que el ser humano es bueno por naturaleza y tenemos el reflejo natural de saltar en ayuda del ciego que cruza sin ver el camión que se lo lleva por delante o de correr para devolver las llaves caídas de un distraído. Ignacio, en cambio, sostiene lo contrario. Que la mayoría de la gente no saca sus instintos más maliciosos y miserables únicamente por temor a las consecuencias. Sin el miedo a la cárcel el mundo sería La purga, según él. Llevo años intentando resolver este dilema. No lo he conseguido.

Hay un estudio clásico de psicología social muy interesante: en cualquier grupo humano amplio, alrededor del 25 % de los sujetos son intrínsicamente honrados por convicción y actúan bien simplemente al dictado de su conciencia; aproximadamente otro 25 % es deshonesto (no están psicológicamente enfermos ni necesitados, simplemente son malos) y sólo controlan su tendencia por temor al castigo (si éste es seguro, contundente y rápido). Hasta aquí, Ignacio y yo vamos empatados. El 50% restante actúa según el contexto. O sea, cuando el sistema de premios y castigos funciona, el 75 % de la población contiene al 25 % más peligroso. Pero cuando ese sistema es débil, el 75 % se convierte en cómplice del saqueo, de la corrupción sin consecuencias, del abuso sin freno, el cinismo impune, los tongos electorales, las trampas para doblegar y saquear sin piedad a las hormigas trabajadoras y ahí, el 25 % honrado, nos quedamos a merced de los demás.

Por eso lo de mi amiga Daniela (a la que cada día quiero más) es un cuento ejemplar, un consuelo y un rayo de esperanza para los que elegimos otra forma de estar en el mundo. Y también, un síntoma de su inteligencia. Porque, contra la cultura de cinismo imperante resulta que la inteligencia y la bondad están profundamente unidas. Una persona inteligente no es un pringado, es alguien que ve el juego sucio, lo entiende y elige no jugarlo.

Observa, se protege, se adelanta. Va dos jugadas por delante. Y al final, da el jaque mate Quien resiste, vence. Ánimo Daniela.

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