Un viaje a Estambul
Afuera, muchas mujeres iban completamente cubiertas de negro. Anuladas de la brillante tradición otomana, su cultura de kilims y vivos colores. Sólo les quedaba la uniformidad opaca del islamismo. Me invadió una punzada de gratitud y orgullo como mujer española
Dicen que salir de la zona de confort ensancha el alma: que aprendes sobre ti misma, desarrollas resiliencia, ganas perspectiva, te vuelves más tolerante... La semana pasada la abandoné por partida doble: me apunté por primera vez a un 'viaje de chicas' con tres queridas amigas —juntas criamos a nuestros hijos— a las que apenas veo, y también, por primera vez, visité Estambul. Aún no sé si fue un paso adelante o un salto atrás. Lo que sé es que volví distinta.
«Asia a un lado, allá Europa, y allí, al frente, Estambul» asomada al balcón del palacio de Topkapi. Un golpe de viento succionó mi pañuelo despidiéndolo con fuerza al Bósforo y caí rendida ante esta vibrante frontera de dos mundos. Una de las ventajas de los viajes de amigas es la libertad. Sin horarios, sin compromisos… me dejé llevar por el embrujo de la ciudad. Deambulé entre muros gastados, miradas antiguas, escaleras infinitas, tranvías de los de antes… Los gatos saltaban al paso como testigos silenciosos de civilizaciones perdidas. Acaricié Santa Irene (que significa paz) construida por Justiniano tras instaurar el cristianismo hoy relegada al abandono, sucumbí a la grandeza de Santa Sofía (sabiduría), hoy mezquita. Ambas me susurraban ecos de un esplendor vencido, de un Dios que fue centro y ahora silencian. Fue entonces, en la plaza de Sultanahmet, entre Santa Sofía y la Mezquita Azul, cuando los cantos al rezo me invadieron como llamadas cruzadas, eran marcas del dominio islámico. Una mezquita respondía a la otra poderosamente, acallando conversaciones. Reafirmaban su mandato sobre el espacio y las almas presentes... Sentí que caminaba de puntillas sobre un campo de batalla espiritual aún abierto. Descalza y velada entré en la Mezquita Azul. El espacio, majestuoso, bajo cúpulas suspendidas como planetas, estaba reservado para hombres. Las mujeres rezaban en un rincón, tras el murete de zapatos de turistas, creyentes de segunda fila. Cabezas tapadas, miradas huidizas, silencio impuesto. Afuera, muchas iban completamente cubiertas de negro. Anulada la brillante tradición otomana, su cultura de kilims y vivos colores. Solo les quedaba la uniformidad opaca del islamismo. Me invadió una punzada de gratitud y orgullo como mujer española.
Pensé en la sangre derramada por nuestra libertad: las batallas navales, los mártires anónimos, los siglos de resistencia. En Lepanto, donde la flota española, liderando la Santa Liga, frenó la expansión islámica en el Mediterráneo. Gracias a ellos, hoy caminamos a cara descubierta, nos sentamos en los templos, hablamos, opinamos, rezamos —si queremos— sin permiso de ningún varón. ¿Sabremos defender esa libertad?
Mientras Europa se empeña en deshacerse de sus símbolos —la cruz, la patria, la maternidad, incluso la diferencia entre hombres y mujeres—, Turquía reafirma los suyos sin complejos. Y no tengo claro que seamos más libres. En nombre del respeto, de la diversidad y de una tolerancia mal entendida, en el mundo supuestamente libre callamos ante prácticas claramente opresivas como el uso del hiyab.
Alimentan un relato falso que cala entre adolescentes ignorantes —En Parla, las chicas reclaman llevar velo en el colegio— convencidas de que el hiyab es empoderamiento, cuando es símbolo de sumisión. No es tradición: es ideología. No es un pañuelo de campesinas de antaño, sino la bandera uniforme y homogeneizante de un islamismo político que combate desde dentro al supuesto colonialismo occidental. Un símbolo impulsado y globalizado desde la Revolución Islámica de Irán, que arrasó con la diversidad interna del islam y convirtió el velo en herramienta de control y propaganda.
Retiramos símbolos cristianos con escrúpulo, pero sus velos avanzan sin freno en nuestros espacios públicos. Nos dicen que todas las culturas valen lo mismo. Pero no es verdad. Porque no todas liberan. No todas defienden a la mujer. No todas permiten la crítica, el arte, la duda, el canto femenino, la alegría.
¿Dónde están las feministas progres? Tanta valentía para mostrar sus pechos desnudos en capillas… y tanto pudor para denunciar la opresión de tantas mujeres en nombre del islam ¿Y si esta rendición europea no fuera ingenua, sino interesada?
¿Y si están preparando el terreno para un nuevo tipo de sometimiento?
¿Quién gana con una Europa sin alma, sin padres, sin hijos, sin principios por los que luchar?
¿Quién se enriquece mientras nuestras naciones se disuelven y nuestras conciencias se adormecen?
Allí, en Estambul, conocí a Mimunt Hamido. Mujer extraordinaria. Hija de musulmanes, feminista laica, autora de No nos taparán. Denuncia lo que en Europa callan. El hiyab no es un mero pañuelo: es el imperativo de la virginidad, es la negación de la sexualidad femenina, es la reducción de la mujer al objeto de posesión y la bandera de la ideología islámica que unifica, uniforma y acaba con la diversidad cultural desde Malasia a Marruecos y ahora viene a por nosotras instalándose en Madrid. No hay empoderamiento en cubrirse para que otros no pequen. Hay obediencia. Hay borrado. Hay desaparición.
Estoy de vuelta. Suenan campanas que antes ni oía. Son campanas de libertad. Campanas que no imponen, pero despiertan; que no someten, pero recuerdan quiénes fuimos y quiénes queremos ser. Personalmente lo de la zona de confort más que tolerancia y aceptación lo que me ha dado es más razones para defender lo nuestro. No hay como viajar para entender.