La Alianza se da una nueva oportunidad
La combinación del rechazo ruso a la apertura norteamericana, con la disposición europea a invertir mucho más en defensa, resultado del reconocimiento de su irresponsabilidad y falta de visión estratégica, ha supuesto para la Alianza una nueva oportunidad para encontrar su lugar en un tiempo nuevo
Que la Alianza Atlántica estaba en crisis era algo tan obvio, y a lo que hemos empleado tanta atención, que no vale la pena que le dediquemos ni un párrafo más. Sin embargo, sí la merece la cumbre atlántica recientemente celebrada en La Haya, de la que podemos concluir que la Alianza se ha dado a sí misma una nueva oportunidad para finalmente decidir si tiene sentido seguir en pie ante unas circunstancias sustancialmente distintas a las de su fundación.
No recuerdo una declaración tan breve de una cumbre atlántica. Apenas una página con cuatro párrafos y un quinto protocolario en el que se dan las gracias al Estado anfitrión. Se ha atribuido a Rutte, el secretario general de la OTAN, la responsabilidad de tan escuetas conclusiones. A su juicio, que no parece desacertado, con Trump en la sala más valía centrarse en lo fundamental y evitar abrir debates inconvenientes. En realidad, sólo se trataron dos temas, pero de indudable importancia.
Tanto el presidente norteamericano como algunos de sus colaboradores y portavoces habían puesto en cuestión el interés de los Estados Unidos en seguir en la Organización, al fin y al cabo un resto de la Guerra Fría, un tiempo superado. Había que buscar un entendimiento con los rivales y de ahí derivar una relación con los aliados, que sería siempre de subordinación. Medio año después Trump no ha logrado un acuerdo con Rusia, por lo que la relación con los estados del Viejo Continente ha ido cobrando un nuevo significado. Cuando en el primer párrafo de la Declaración leemos que los aliados «reafirman su inquebrantable compromiso con la seguridad colectiva», después de oír durante meses barbaridades desde el otro lado del Atlántico o el duro diagnóstico del presidente francés de que la Alianza se encontraba en «muerte cerebral», no podemos menos que felicitarnos por el trabajo diplomático realizado por la Secretaría General para armonizar posturas y por el esfuerzo de un representativo grupo de gobiernos por estar a la altura de las circunstancias.
La baja inversión en defensa de buena parte de los estados europeos era un escándalo. Lo era para los norteamericanos, que se consideraban parasitados por unos supuestos aliados que en caso de conflicto serían más una carga que un apoyo. Lo era para muchos europeos, que asistían perplejos a un ejercicio colectivo de estupidez, al renunciar voluntariamente a disponer de una defensa fiable por haber superado, supuestamente, el riesgo de una guerra. En La Haya se ha aprobado un compromiso de inversión propio de una operación de «rearme», justificado tanto por el lamentable estado de las capacidades como por el riesgo de una guerra en Europa.
La combinación del rechazo ruso a la apertura norteamericana, ciertamente descabellada, con la disposición europea a invertir mucho más en defensa, resultado del reconocimiento de su irresponsabilidad y falta de visión estratégica, ha supuesto para la Alianza una nueva oportunidad para encontrar su lugar en un tiempo nuevo. Ha sido una cumbre histórica, que no cierra un ciclo, sino que lo abre.
El «vínculo» entre ambas orillas del Atlántico es necesario y deseable para los Estados miembros. Sin embargo, no podemos dar por sentada su pervivencia. Si no llegamos a una nueva visión común sobre cuál debe ser nuestra posición en un mundo en proceso de rápida trasformación los acuerdos alcanzados en La Haya se convertirán en papel mojado. Ese objetivo no va a ser fácil de alcanzar, pero es esencial para la Alianza. Un sistema de defensa colectivo no se mantiene en pie por inercia, necesita de un sentido estratégico del que hoy carecemos.
Si la Alianza aprovecha esta oportunidad, que es sólo una posibilidad entre varias, lo hará desde una perspectiva renovada. Después de lo vivido en estos últimos meses, y en el marco de lo ocurrido en los últimos años, los europeos no volverán a confiar en el paraguas defensivo norteamericano como lo hacían en los días de la Guerra Fría. Saben que es necesario desarrollar un pilar propio, aunque no tienen muy claro dónde. También son plenamente conscientes de que necesitan una industria de la defensa continental, que les aporte la suficiente y necesaria independencia en este ámbito. Sin embargo, para lograrlo tendrán que sortear intereses nacionales de indiscutible complejidad. Los europeos saben lo que necesitan, pero no cómo lograrlo.
El tiempo corre y no se pueden posponer por más tiempo las decisiones si no queremos perder una oportunidad crítica para nuestro futuro.