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Pecados capitalesMayte Alcaraz

El final del verano llegó

Tan por encima de nuestras mezquindades estaban, que lograron colarse por debajo de la puerta cuando fuimos confinados hace cinco años por un virus asesino. Escucharles exorcizaba la crispación, la polarización, el frentismo. Nos reconciliaba con lo mejor que éramos. Y que somos

Cuando vamos cumpliendo años celebramos más las presencias. Quizá porque las ausencias se nos amontonan en el alma formando una montaña insoportablemente alta y dolorosa. Primero son los abuelos, los nuestros y los de los compañeros de pupitre. Después, nuestros padres y con ellos, antes o después, los tíos, los padrinos, los vecinos de escalera. Y cada vez la guadaña va acercándose más, hasta acosar y derribar a hermanos, primos, amigos. La patria del hombre es su infancia; mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla: Rilke y Machado retrataron fieramente la fuerza que en la condición humana tienen los años de niñez y juventud. Con el tiempo y según van pasando los años, no solo perdemos a los nuestros, sino que vamos dejando señas de identidad, pellizcos en nuestra biografía en forma de canciones, actores, cantantes, bandas sonoras que interpretaron desordenadamente nuestra infancia y adolescencia.

Cuando murió la señora Francis terminaron las tardes con mi madre en el sofá de escay con pañito de ganchillo en los brazos. Cuando se fue María Teresa Campos se marchó la alegría de mis tías viendo en la tele todas las mañanas a una señora como ellas, pero subida a unos tacones hieráticos, que se dirigía a las llamadas marujas como a señoras de igual a igual. El día que murió Mayra Gómez Kemp también agonizaron las noches de los viernes compitiendo con mi padre a ver quién acertaba las preguntas de las tacañonas, o fantaseando entre todo por si algún día nos tocaba el apartamento en Benidorm. Y antes ya escapó un tiempo feliz con Fofó, luego con Miliki y finalmente con Gaby, autores de fines de semana dulces y risueños. Porque hubo una vez un circo. Un circo tan feliz como nuestra infancia.

También marchó Camilo y de su mano, Melina, el amor de mi vida o algo de mí. Claro, tenía que ser algo de mí. Cada vez que uno de esos seres que nos hicieron felices se han ido marchando, sentimos que parte de esa vida también echa el cierre, lista para ser rescatada por la memoria. Me pasó ayer cuando supe de la muerte de Manolo de la Calva, la mitad del dúo dinámico, la música deliciosamente machacona de tantas tardes con mis padres, tardes inacabables de vacaciones y helados de hielo. Un dúo con el que ellos bailaban en las bodas, que sonaba en la radio mientras mi madre cosía o mi padre limpiaba boquerones, que acariciaba mis oídos cuando mis amigas venían a casa a plancharme el pelo. Luego tanto a Manolo como a Ramón los seguí escuchando y hoy mismo sus temas son material con el que cantar karaoke gamberro con los amigos. Trascendieron generaciones. Esa sí que era memoria histórica: la de los guateques, las salas de fiesta, las ferias de pueblo y la celebración constante de la vida. No eran ni rojos ni azules, ni de competencias autonómicas ni nacionales, ni de muros ni de trincheras, ni de Bendodo ni de Virginia Barcones, ni de Pedro ni de Sánchez. Tan por encima de nuestras mezquindades estaban, que lograron colarse por debajo de la puerta cuando fuimos confinados hace cinco años por un virus asesino. Escucharles exorcizaba la crispación, la polarización, el frentismo. Nos reconciliaba con lo mejor que éramos. Y que somos.

Manolo, tenías razón cuando defendías que, erguido frente a todo, hay que volverse de hierro para endurecer la piel. Y que, aunque los vientos de la vida soplen fuerte, hemos de ser como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie. Claro que hay que soportar los golpes y jamás rendirse, y aunque los sueños se rompan en pedazos, resistir; sí, resistir. Claro que quince años tuvo tu amor -y el de muchos-, dulce, tierna como una flor, cuando el sol se pone es la estrella que da luz y quisiste repetirla que no hay nadie como tú. Es que no lo había. Un ángel era tu amor, pero no solo el tuyo. Y como tu Lolita, otros chicos y chicas tenían una forma de bailar que nos fascinaba.

Y sí, Ramón y tú también tuvisteis razón en algo: el final del verano llegó. Y tú partirás. Partiste. Descansa en paz.

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