Entretenidas memorias familiares
Llegado el fin de semana, la familia se reúne para comer y se cuentan algunas cosas duras del negocio, pues dada su peculiaridad tiene siempre sus riesgos
Descansemos de la política con un pequeño cuento de otoño, en el que por supuesto cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Dice así:
Un domingo de comienzos de 2018. Hoy le toca comida familiar en casa de los suegros. El apolíneo matrimonio de cuarentones y sus hijas acuden a almorzar al espacioso pisazo de «los yayos». A pesar de que el yerno ha prosperado mucho más de lo que cabía esperar, pues ahora ocupa cargos totalmente imprevistos ante su trayectoria inicial, el ambiente de la reunión resulta campechano, distendido.
El suegro ha hecho un dineral con sus negocios –a rebufo sobre todo de su hermano, un empresario de la noche muy avispado–, pero en el fondo sigue siendo un hombre de campo, con unos modales que son un recordatorio de sus orígenes rústicos y humildes. Se trata un interlocutor directo y agudo, que no se anda con remilgos.
Unas cañas, unas banderillas y un platillo de jamón sirven de aperitivo, acompañadas de un poco de charleta insustancial. Luego todos se sientan a la mesa para degustar un reconfortante cocido maragato, que entra bien con estos fríos de enero y que además honra los orígenes leoneses de los anfitriones.
Pero hoy el suegro parece cariacontecido, preocupado. No tardará en explicar la razón, pues estamos en el círculo íntimo, en el núcleo duro, y hay plena confianza para abordar los rincones oscuros de la empresa. Al fin y al cabo, la hija ha trabajado en el negocio familiar y el yerno también ha echado una mano alguna vez con la contabilidad, en unos tiempos en los que parecía que no acababa de salir adelante y había que mantenerlo entretenido con algo. Además, el matrimonio debería estar muy agradecido al «negocio». Gracias a sus abundantes beneficios, el suegro pudo comprarle a su hija un buen piso en un barrio fino, de cuyo disfrute se ha beneficiado encantado su marido, por supuesto.
El suegro apura un trago de tinto mencía, deja el tenedor apoyado un momento al lado del plato, y comenta lo que acaba de pasar en «el negocio» hace un par de madrugadas: «No ha sido una coña, no. Ha sido muy jodío. Menos mal que en esa sauna tenemos un cristal blindando, porque sin él pudo haber habido una auténtica desgracia…».
El yerno levanta la cabeza con gesto inquieto, con el sobresalto reflejado en su mirada. Estos follones del submundo familiar no le vienen nada bien en un momento en que su carrera ha despuntado por todo lo alto y cuando incluso trabaja ya en la sombra para alcanzar el premio supremo: «¿Pero qué ha pasado?», pregunta preocupado.
El suegro acaba de arreglar con un mondadientes un estorbo del cocido, que había quedado atrapado en una muela, y acto seguido pasa a explicar el susto: «Pues na, un tío que se presentó con una pipa en la sauna a las cinco de la mañana diciendo que quería comprar farlopa. Nuestro portero lo paró y entonces el pavo comenzó a disparar. ¡Cinco tiros, oye! ¡Cinco! Menos mal que no ha habido una desgracia. La pasma vino pronto y lo trincaron enseguida. Pero el susto fue de aúpa».
El yerno palidece un poco. Este tipo de espectáculos pueden mancillar su carrera. En un momento en que presume de superfeminista es importante que nadie lo asocie con el mundo de los lupanares y el sexo de pago: «No sé cómo os pueden pasar estas cosas. Habría que tener más cuidado, ¿no?».
El yerno empieza a sermonear a la familia. Pero el suegro levanta la mano con gesto de autoridad y corta en seco su perorata: «Oye, muchacho, no me vengas tú aquí de finolis. Sabes muy bien de qué vivimos. Sabes que el negocio tiene sus riesgos, que se mueve un poco en el límite. Sabes que tu mujer trabajó para la empresa de la familia. Sabes que tú mismo conocías todo al dedillo. Sabes que mi dinero os vino de cine… Así que, por favor, ahórrame el sermoncito, que aquí ya nos conocemos todos».
Durante unos segundos que parecen eternos, el yerno se queda callado con una mirada de fuego. Pero finalmente rompe a reír de manera estrafalaria, con una carcajada histriónica. Acto seguido, cambia raudo la conversación: «Oye, pero qué bien os ha quedado este papel pintado del comedor…».
La familia continúa comiendo. Todo el mundo sabe lo que hay. Pero el gran público tardará todavía siete años en enterarse. Y no pasará nada. Todo vale.
Entretenidas memorias familiares. Maneras de vivir.