Perroespaña, todo un síntoma
En España hay 1,8 millones de niños de cero a cuatro años; 9,2 millones de perros y más de cien mil abortos anuales, metáfora de un país que tiene un futuro difícil
Mi relación con los perros es ambivalente. Entiendo y aplaudo su lealtad y sé de la inmensa compañía que hacen a muchas personas solas. Pero me temo que se nos está yendo un poco la pinza con ellos.
En teoría estoy a favor de los perros, pero ya no tanto de muchos de sus dueños. Por lo demás, mis experiencias personales con los canes no fueron afortunadas. De niño me regalaron un precioso perro lobo negro (pocas cosas son más bonitas que un cachorro). Lo llamamos Cuquín, de tan cuqui que era. Pero creció y comenzó a destacar por sus malas pulgas. Estaba más cerca del perro de Baskerville que del de Heidi. Para enderezarlo, mi padre tuvo la peregrina idea de embarcarlo con él en sus mareas en el Gran Sol, como si fuese un grumete cuyo carácter puede ser enderezado mediante el trabajo duro. Los marineros, que no eran precisamente abstemios, cada vez que se tonificaban con un carajillo adoptaron la lamentable costumbre de premiar al can con un poco de coñac. El chucho, que ya no era muy estable, no mejoró en templanza con los espirituosos. Hasta que un día, nada más tras atracar en el muelle, saltó a tierra y le arreó una dentellada en la pantorrilla a una estibadora.
Aquel perro se había convertido en un peligro público. Un marinero se ofreció a llevárselo a su aldea, y aunque en casa no se volvió a hablar del tema, no costaba deducir que no vivió mucho tiempo más. Una historia triste, que igual me ha llevado a no encariñarme demasiado con los perros, aun admirándolos.
Hace unos días estuve viendo la llamativa reforma de la tienda de Zara en Serrano. Tras alcanzar el último piso, bajé al vestíbulo en el ascensor para ir más rápido. A mitad de trayecto, entró en el habitáculo una pareja con un bicho de cuatro patas y buen volumen. Podría ponerme estupendo, pero voy a decir la verdad: me molestó bastante tener a un perro pegado a mi pata en un espacio tan pequeño y me parece una sandez que se permita que las mascotas entren en las tiendas y en los centros comerciales. Hoy ya existen hoteles donde se permite entrar y pernoctar a los perros, pero no a los niños. El mundo al revés.
Los perros están bien. Pero en su sitio. Sus dueños a veces se olvidan de que huelen, babean, se mueven y no resultan siempre gratos para quienes no somos sus dueños. Además, los hay que gastan una agresividad evidente. La socorrida frase «no se preocupe, que no muerde» debería figurar en el libro de oro de los asertos bobos (¡solo faltaría que mordiese!). Los chinos consideran que uno de los pequeños síntomas del declinar de Europa es que ni siquiera sabemos amaestrar a nuestros animales para que hagan sus cosas en un lugar determinado. Alucinan al ver que vamos con un guante tras ellos recogiendo sus alivios (algo que seguramente no haríamos por un pariente).
Los perros son buena gente. Pero la cursilería que se alcanza en su cuidado es un exceso. España se ha convertido en Perrolandia. Las cifras impresionan: tenemos 1,8 millones de niños de cero a cuatro años; 9,2 millones de perros; 1,6 millones de gatos y más de cien mil abortos anuales de seres humanos. Las cifras de un país sin futuro. Donde antes había niños, que garantizaban la continuidad y pujanza de la nación y el cuidado de los ancianos, ahora hay perros.
El páramo demográfico es uno de los mayores problemas de España (y de Italia, Francia, Portugal…). Compromete el futuro y además está cambiando la faz de los países europeos, con una complicada asimilación de la inmigración mahometana, una fe que si nos sinceramos es difícilmente compatible con las libertades y derechos occidentales.
El Gobierno español no legisla a favor de la natalidad y las familias, cuando es una urgencia nacional. Se da la espeluznante paradoja que en un país sin niños su bandera estelar es el aborto (es decir, dar las máximas facilidades para matar a los que pueden venir al mundo si así le place a la madre). Se promulgan estrictas leyes de bienestar animal, pero se persigue a los seres humanos con unas inhumanas leyes de aborto y eutanasia, que se venden como «derechos» y como el summum de la modernidad. En los países donde la eutanasia lleva ya tiempo, muchos ancianos se sienten un estorbo y acaban en la inyección, pues el aliento gélido del Estado les hace ver que sus vidas ya no merecen ser vividas.
Perros sí. Pero la perrización de Occidente, no.