Eleanor Rigby
Hay un día –y hasta una semana– del Orgullo Gay, con los políticos dándolo todo, pero no hay ni habrá un Día de los Ancianos abandonados en su soledad
La competencia entre John Lennon y Paul McCartney, dos chavales de Liverpool que habían perdido demasiado pronto a sus madres, fue el combustible creativo de los Beatles. Los dos amigos se complementaban. Paul aportaba su genio espontáneo para la melodía y John las aristas irónicas y un gancho inclasificable que completaba el cóctel. Se necesitaban. De hecho, sus discos en solitario ya no alcanzan la altura de lo que inventaron juntos; en especial los de Lennon, con mucho relleno (al que hay que añadir el lastre de sus concesiones conyugales a la siempre cargante Yoko).
Ahora que en España los jóvenes dejan el hogar de sus padres cuando están ya cerca de empezar a disfrutar de las vacaciones del Imserso, cobra más valor todo lo que consiguieron los Beatles antes de cumplir los treinta. En agosto de 1966, Paul McCartney dio un sorprendente salto de calidad en la carrera del grupo con Eleanor Rigby, publicada solo dos meses después de que su autor cumpliese 24 años. Con esa pieza se plantan de repente en la edad adulta. El tema era sorprendente para una banda de su perfil: la muerte de una mujer solitaria a cuyo entierro no acude nadie. También resulta innovadora la música, un arreglo del productor George Martin interpretado por un octeto de cuerda –cuatro violines, dos violas y dos chelos–, sin que los propios Beatles tocasen una sola nota.
Con solo unos trazos, el joven McCartney cuenta con gran verosimilitud la historia de Eleanor Rigby. La canción rezuma compasión hacia la gente que está sola. Eleanor barre la iglesia tras una boda. Un juego metafórico sugiere que no tiene a nadie en el mundo y que es una persona retraída y sin historia. El clérigo, el padre McKenzie, escribe por la noche «sermones que nadie escucha» y zurce sus calcetines. Eleanor muere. Nadie acude al entierro. El padre McKenzie oficia él solo el responso fúnebre. Al acabar se aleja de la tumba «limpiando sus manos de tierra». Un estribillo se va repitiendo: «Mira a toda esa gente solitaria. ¿De dónde vienen? ¿A dónde pertenecen?».
Aquella gran canción te viene a la mente ante la desazonadora noticia sobre Antonio F., cuyo apellido ni siquiera conocemos. Era un septuagenario que murió hace quince años en la azotea de su piso de Valencia y al que nadie echó de menos. El Estado continuó pagándole su pensión. Su familia se desentendió (o estaba tan solo que no contaba con una). Sus vecinos no se preocuparon. No hubo tampoco un amigo mínimamente pendiente. Solo el hedor ha destapado al final la lacerante realidad.
En España, como en toda Europa, va avanzando una silenciosa epidemia de soledad que aqueja a los ancianos. Se habla poco de ella, pero por ahí pasaremos todos. Con un poco de suerte nos aparcarán en una residencia, porque en la atareada «vida moderna» –o vida inhumana– los hijos «no tenemos tiempo» para cuidar de nuestros padres. Si no hay suerte, ni eso: nos iremos solos, olvidados en un piso, hasta que alguien nos encuentre al cabo de unos días.
En España se celebra cada año con gran fanfarria el día del orgullo homosexual, cuyos fastos se prolongan una semana. Las autoridades lo dan todo por «la causa» y las empresas se engalanan de arcoíris para quedar bien y recibir su preceptiva vitola de «progresistas». Por supuesto, no existe el Día de los Ancianos que están horriblemente solos.
Hemos construido una sociedad de un cutre hedonismo insensible y autolesivo. McCartney lo vio venir, con esa delicada sensibilidad con que algunas veces los grandes artistas encienden la primera luz de aviso. Si Antonio F. ha dejado dinero en el banco, puede que ahora alguien se acuerde rápidamente de él. Mientras tanto, el único que jamás lo ha olvidado es Dios.