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Cartas al director

Silencio, se gobierna

Pocas palabras se pronuncian tanto y se respetan tan poco como «libertad», una palabra que ha perdido todo su valor, que se ha desgastado como una moneda que pasa de mano en mano, hasta borrar su relieve.

Hoy, en nombre de la «convivencia», de la «responsabilidad» y del «respeto», se censuran medios de comunicación, se silencian opiniones y se castiga la discrepancia. No me malinterpreten, la libertad de expresión siempre tuvo límites razonables, pero ahora es simple control del discurso. ¿El motivo? No les gusta que les incomoden, que se les cuestione, que les saquen los trapos sucios públicamente, y por ende deciden silenciarlos de forma «democrática».

Mientras tanto quien reincide en delitos, quien roba, agrede o pone en riesgo la seguridad de los demás, se topa con una justicia blanda, indulgente, casi comprensiva diría yo.

Hubo un tiempo en que libertad significaba vivir sin la sensación constante de estar vigilado. Opinar, equivocarse y rectificar sin miedo a un señalamiento público. Hoy, el poder político actúa como un juez inmediato, decidiendo quién puede hablar y quién debe callar.

No se trata de querer una sociedad sin normas. Se trata de recordar que la libertad de expresión no es un privilegio que el gobierno concede según sus intereses, sino un derecho básico que solo pierde sentido cuando el miedo lo sustituye. Y ese miedo a discrepar, a preguntar, a incomodar con la realidad es la señal más clara de que algo esencial se nos está escapando de las manos.

Como decía George Orwell: «La libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». Y si ese derecho se pierde, lo que queda ya no es democracia es sumisión.

Elisa Cañadillas Gimeno

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