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29 de abril de 2024

Editorial

El Gobierno defiende más a los «okupas» que a los propietarios

La nueva Ley de Vivienda es un ataque a la propiedad privada y una vergonzosa rendición ante el fenómeno de la «okupación»

Actualizada 08:13

Este jueves quedará aprobada la Ley de la Vivienda, salvo sorpresa de última hora, con el plácet del Gobierno y la firma invitada de ERC y Bildu, sus socios estructurales. La mera autoría del nuevo desperfecto ya permite hacerse una idea de su calado.
Porque es inaceptable que el impulso legislativo no proceda del partido dominante en el legislativo, el PSOE, sino de sus aliados, una coalición de partidos antisistema y populistas que han decidido colocar en la diana, nada menos, a la propiedad privada. Con la complicidad sumisa de Pedro Sánchez, una vez más.
Lo sustantivo de una ley inspirada en los mismos preceptos de la infausta del 'sólo sí es sí' es que estigmatiza al propietario, señalándole como una especie de presunto culpable que deberá asumir, en compensación, la responsabilidad social de dar un techo a los más vulnerables, según las condiciones de precio, relación contractual y obligaciones varias impuestas por el Gobierno.
La intromisión en la propiedad privada es uno de los indicios más claros de la degradación de una democracia, que empieza a dejar de serlo cuando derriba las garantías jurídicas más elementales e invade las esferas más íntimas del individuo, en nombre de causas razonables que han de ser atendidas, desde luego, pero por el propio Estado.
Lo relevante de la ley no es si el baremo para considerar a alguien o no gran propietario o para declarar un barrio o una ciudad como «zona tensionada» es más o menos adecuado: aceptar el concepto en sí, sea cual sea su letra, es un error. Hay que oponerse, sin más, a la deriva política contra el Estado de derecho y a la hegemonía cesarista de un Gobierno sin límites.
Y todavía hace más grave el enésimo delirio jurídico de Sánchez el capítulo referido a los llamados «okupas», más merecedores de protección al parecer que los mismos propietarios.
Que existan familias o ciudadanos vulnerables es una triste evidencia. Y que una sociedad decente haga lo imposible por auxiliarlos, un acto de justicia plausible. Pero que en ese viaje se consagre la hegemonía del asaltante sobre el asaltado, es indecente.
Porque la «ocupación», en cualquiera de sus versiones, es un acto delictivo y violento por definición, sin que exista una sola excepción que lo justifique: la necesidad de alguien no puede tener, por respuesta, el sometimiento de un tercero, a quien se vuelve a cargar sobre sus espaldas la responsabilidad inherente al propio Estado.
No existen los «okupas buenos» y los «okupas malos», en fin, y la única diferencia ha de ser el tratamiento posterior de cada caso: dar una solución alternativa a los más indefensos; y llevar al banquillo de los acusados a los más caraduras.
Y en ambos casos, con toda la inmediatez posible. La reforma legal debía haberse dirigido a garantizar los desalojos exprés con la fórmula que fuera menester para lograrlos. Pero ha ido en el sentido contrario y, una vez sea firme la nueva legislación, el invasor tendrá más derechos que el invadido.
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