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18 de mayo de 2024

Editorial

Una nueva deslealtad francesa

Permanece la tentación francesa de considerar a España como una colonia propia de su nunca abandonada voluntad de 'grandeur'. Como si José Bonaparte estuviera todavía en el Palacio Real o los Borbones hispanos hablaran todavía en la lengua de Molière

Actualizada 01:30

El espectáculo que un conjunto de franceses, dados a la barbarie para destruir camiones enteros procedentes de España con el objetivo de impedir su comercialización de su mercancía agrícola en el territorio de la Galia, es de una sordidez obscena e inaguantable. Tanto más cuando el espectáculo es observado con una completa pasividad por los famosos gendarmes del país vecino, esta vez dedicados a contemplar cómo sus compatriotas se dedicaban impunemente a la destrucción de mercancías procedentes de España, país que, convendría que París lo recordara, pertenece a la misma unidad multilateral que todavía se llama la Unión Europea. No parece que en este caso los responsables gubernamentales franceses hayan tenido en cuenta que la UE es entre otras cosas un Mercado Común y que entre sus reglas principales se encuentran la de libertad de tránsito y comercio. No consta ninguna explicación del Elíseo dirigida a las autoridades españolas. Claro que tampoco consta que el gobierno Sánchez haya hecho llegar a Macron la enérgica protesta que el intolerable acto merece. Ha tenido que ser Alberto Núñez Feijóo el que en nombre del PP haya hecho pública su protesta, su desagrado y su intención de presentar las correspondientes reclamaciones políticas y legales ante las instancias comunitarias. Incluyendo naturalmente las que deben ser resueltas por las institucionales jurídicas.
Quizás sea este el momento y la desgraciada ocasión que se nos presenta para recordar la poca o nula cooperación que, desde hace décadas, por no decir centurias, España recibe del país vecino. Siempre podríamos remontarnos a la francesada napoleónica pero no es estrictamente necesario: basta con traer a colación la escasa o nula cooperación que nuestro país recibió cuando el terrorismo etarra oprimía libertades y acababa con vidas mientras sus responsables y ejecutores hallaban cobijo en la douce France. El bienvenido y terrible recordatorio de lo que hizo y planificó Arnaldo Otegi sirve de buen ejemplo, habituado a encontrar en tierras galas refugio y amparo. Por no hablar de Josu Ternera, que sigue recogido en la tierra vecina esperando que las autoridades locales se dignen conceder su extradición.
Y puestos a ello, traigamos a colación las dificultades permanentes con que los franceses administran la comunicación terrestre entre ambos países. Los puntos fronterizos, por decisión parisina, se reducen a dos a lo largo de la larga frontera pirenaica. Y, por ejemplo, Canfranc, que podría facilitar una mejor y más fluida relación entre ambos países y sociedades, sigue clausurado por imposición gala.
Todo lo cual recuerda lo inevitable: la permanente tentación francesa de considerar a España como una colonia propia de su nunca abandonada voluntad de grandeur. Como si José Bonaparte estuviera todavía en el Palacio Real o los Borbones hispanos hablaran todavía en la lengua de Molière. Digámoslo con claridad: España debe abordar de manera contundente la negativa realidad de la vecindad francesa. Como, dicho sea de paso, debe hacer lo propio con la otra vecindad, la que al sur nos complica la vida Marruecos. Claro que para conseguir ambas cosas habría que comenzar con la jubilación de dos dudosos personajes de nuestra historia contemporánea. Uno se llama Sánchez. El otro Albares. Esperemos que pronto sea posible el conseguirlo.
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