La comparecencia en el Congreso de un terrorista condenado por la matanza fundamentalista en Cataluña, en la que murieron 16 seres humanos y otros trescientos resultaron heridos, es uno de los episodios más indignantes, intolerables y humillantes nunca vistos en democracia.
La indecente presencia de un yihadista, condenado a 36 años de cárcel por su participación en los atentados de Las Ramblas y Cambrils cuyo recuerdo provoca un formidable horror, es un capítulo más de la cadena de concesiones inaceptables que Pedro Sánchez ha asumido para, simplemente, arrendarle la Presidencia al separatismo.
El empeño de Puigdemont en vincular la barbarie yihadista con el Estado, en una especie de siniestra conspiración españolista para dañar en su día su proyecto de ruptura, tuvo la única respuesta que un presidente digno jamás debiera haber ofrecido: aceptar la creación de una Comisión de Investigación parlamentaria para determinar la veracidad de tan delirante hipótesis.
En lugar de despreciar a los autores de semejante teoría, defender la dignidad de las víctimas y contribuir con pedagogía a que la sociedad entera entienda la amenaza del islamismo radical; Sánchez le ha dado pábulo, consintiendo una escena sonrojante: la de un terrorista participando en la siniestra teoría de que España, por acción u omisión, toleró la matanza.
Solo el propio PSOE, un lejano 11 de marzo de 2004, ha sido capaz de instrumentalizar el dolor como Puigdemont en este caso y Batasuna o sus herederos en tantos otros; pero llegar a la bellaquería de alimentar el negacionismo del independentismo es demasiado incluso para alguien con la indolencia moral del actual líder socialista.
Poner en entredicho la Inteligencia española, avalar el despropósito nacionalista y malgastar recursos e instituciones del Estado en todo ello es una irresponsabilidad sangrante, especialmente en un contexto en el que todas esas herramientas parlamentarias se restringen o anulan en aquellos cometidos para los que de verdad existen: el control del Gobierno, la rendición de cuentas públicas sobre sus múltiples escándalos y silencios o la adaptación innegociable de sus decisiones a un ordenamiento jurídico degradado por momentos.
Mientras Alemania vivía el jueves otro cruel atentado yihadista, España toleró que uno de sus asesinos se riera de la democracia, de los españoles y de sus instituciones, trivializando la solemnidad del Congreso y suscribiendo el relato independentista incluso en sus peores versiones.
Nada que extrañe en un político sin parangón, capaz de pactar con Bildu una sectaria Ley de Memoria Democrática, de modificar leyes para acelerar la salida de prisión de etarras o de tolerar la victoria moral del fundamentalismo; todo ello para no desairar a partidos y dirigentes que tratan al presidente como un rehén y convierten la negociación política en un burdo impuesto revolucionario.