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Editorial

Claro que hay que regular la inmigración

El fracaso del Gobierno en esta materia es ya escandaloso e incendia la sociedad de manera innecesaria

Con una campaña de propaganda feroz, destinada a desviar la atención de los múltiples escándalos que cercan al Gobierno y su impúdica cadena de concesiones al separatismo, los medios próximos a la Moncloa se han lanzado a convertir en una amenaza fascista el evidente problema de la inmigración descontrolada que sufre España.

Que apenas un centenar de energúmenos acudiera al llamamiento radical de grupos ciertamente lamentables, convencidos estúpidamente de que deben asumir con violencia la defensa de España, desmonta ese relato falaz: sin quitar importancia a la existencia de esos movimientos, hay que darle la que tienen, que es poca, y sofocarla con la rutinaria maquinaria del Estado de derecho.

De ahí a presentar sus andanzas como el verdadero problema, para tapar las negligencias en la materia del Gobierno y de paso consolidar su falaz relato de que en España hay que frenar a la ultraderecha y, por tanto, al PP y a Vox, media un abismo inmenso.

Lo sustantivo es que la política migratoria de Sánchez ha provocado un efecto llamada inaceptable y que, una vez activado, se carecen de recursos, ideas, medios y disposición para gestionarlo, lo que provoca una larga cadena de estropicios intolerables: se activa el negocio de las mafias de tráfico de seres humanos; se aumenta la mortalidad en el mar; se degradan barrios y ciudades con campamentos y centros improvisados sin otro plan que soltar en ellos a miles de personas sin ninguna expectativa y se incendia la convivencia cuando ocurren sucesos bárbaros, como la violación en Alcalá de Henares o el linchamiento en Torre Pacheco, que no representan al conjunto de los inmigrantes pero sí disparan la sensación de inseguridad.

Ni los ultras ni los delincuentes pueden monopolizar una discusión pública que, más allá de esas anécdotas terribles, debe versar sobre los efectos secundarios de otro desastre provocado por la incompetencia característica de Sánchez, siempre aliada con su mala fe y sus intereses espurios.

España necesita una inmigración regulada y ordenada, que permita a los llegados llevar una vida digna y les incluya en el sostenimiento del Estado, con un catálogo de obligaciones y derechos inherente a la condición de ciudadano, con independencia de su nacionalidad, raza y confesión.

Y todo ello incluido en un respeto innegociable al código de valores, leyes y costumbres que definen a una sociedad occidental, que puede y debe garantizar su cumplimiento sin ningún tipo de excepción ni de complejo: defender la estructura democrática más avanzada alumbrada por la humanidad nunca puede poner en aprietos a quien la invoque, y no puede ser rechazada ni pisoteada por ningún tipo de placebo cultural o de otra índole.

Y con la misma contundencia, hay que proceder ante un fenómeno objetivo: la inmigración descontrolada provoca marginalidad, eleva la delincuencia y dispara la sensación de inseguridad, un factor emocional que exige respuestas públicas.

Negar que la tasa delictiva o de condenas con ingreso en prisión es muy superior en la población inmigrante equivale a tapar un hecho estadístico innegable, contribuye a señalar a todos los extranjeros pese a la certeza de que millones de ellos son ciudadanos ejemplares y solo sirve para devaluar la convivencia, estimular el negocio de las mafias de traslado de seres humanos, disparar la mortalidad en tránsito y favorecer el negocio de la industria de la vulnerabilidad.

Una política migratoria sensata y organizada es imprescindible para España, buena para los inmigrantes e innegociable para sostener una sociedad segura, democrática y próspera. Toda Europa lo tiene claro ya, en algunos casos tarde, y aquí no podemos ser una excepción, por mucho que a Sánchez le interesen el ruido, las cortinas de humo y la confusión para disipar su propio fracaso.

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