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26 de abril de 2024

En Primera LíneaJavier Junceda

Vándalos

Qué sea o deje de ser una obra de arte es algo de suyo discutible, máxime en los tiempos tan relativistas que vivimos. Pintarrajear portones o fachadas me parece una simple salvajada, pero siempre habrá quien defienda que se trata de una primorosa manifestación plástica

Actualizada 01:29

España, la segunda nación más visitada del planeta, enfrenta cada año a cuadrillas de indeseables empeñados en deslucirla. De simples y episódicas gamberradas, las pintadas han pasado a convertirse en un problema de marca mayor, y no solo en el orden financiero. Madrid o Barcelona destinan millonarias partidas presupuestarias a su limpieza, que en el caso de Renfe equivalen a la compra anual de varios trenes, que cuestan un ojo de la cara. Como los daños provocados por esta gente se extienden también a las propiedades privadas, su coste alcanza niveles estratosféricos y resulta complicado de asumir por sus víctimas, que deben concentrarse hoy en asuntos perentorios.
Abordar este fenómeno desde la perspectiva artística no sé si es demasiado acertado. Que sea o deje de ser una obra de arte es algo de suyo discutible, máxime en los tiempos tan relativistas que vivimos. Pintarrajear portones o fachadas me parece una simple salvajada, pero siempre habrá quien defienda que se trata de una primorosa manifestación plástica, porque, como señaló hace un par de siglos Ruskin, el arte es la expresión de la sociedad de un momento dado.
Por eso pienso que la clave adecuada para tratar este tema pasa por lo que aquel anónimo e ingenioso afectado plasmó de su puño y letra en un muro sobre el que antes habían dejado su rastro los grafiteros: «Ya veo que sabéis pintar, ¡¡a ver si ahora aprendéis a respetar!!», decía.
La exposición 'The Art of Banksy: Without Limits', que rinde tributo al enigmático y popular grafitero británico

La exposición 'The Art of Banksy: Without Limits', que rinde tributo al enigmático y popular grafitero británicoEFE

Aquellos que compartan el simplón criterio del esteta milanés Dino Formaggio de que el arte es «todo aquello que los hombres llaman arte», tienen desde luego entero derecho a disfrutar de esos innovadores pegotes de colorines en sus propias casas, puertas adentro. Pero los demás no tenemos por qué someternos a esa abominable dictadura estética, y mucho menos cuando se perpetra en las mismas persianas de nuestros establecimientos o en el dominio público por el que circulamos. A los que por su gusto corren con los aerosoles, que jamás de la vida cansen, pero sin obligarnos al resto a ese suplicio visual, que tanto leyes civiles como penales continúan considerando perseguibles con plena justificación.
Hace meses, hasta el Tribunal Supremo tuvo que insistir en el carácter delictivo del embadurnamiento con rotuladores de monumentos u otras pertenencias urbanas, en especial cuando deben aplicarse en ellos tareas de restauración de cierta enjundia. En el ámbito administrativo, contamos con normas de hace más de cuatro siglos que lo regulan, institucionalizadas en el reinado de Felipe II en torno a la Junta de Policía y Ornato Público, vigentes aún como deberes de conservación que la legislación urbanística y de régimen local ponen en manos de los ayuntamientos.
Existiendo tan dilatada trayectoria legal en defensa de nuestro excelso patrimonio inmobiliario, sorprende sin embargo la condescendencia con que hemos ido enfrentando estos estragos en las últimas décadas, llegando incluso ciertas Administraciones –en una muestra impar de mamarrachada disfrazada de modernidad–, al colmo de sufragar de su propio bolsillo los espráis para que jóvenes y menos jóvenes ensucien a discreción las paredes y el mobiliario público, o reservando lugares dedicados a eso, lo que me parece de juzgado de guardia.
A la vista de esta deplorable situación, y de la discreta eficacia que están cosechando las previsiones sancionadoras tradicionales –extensivas, por cierto, a gran parte del mundo civilizado–, tal vez sea el momento de poner el énfasis en otras medidas, como las que apuntan a la responsabilidad solidaria de los padres de esos impunes adolescentes grafiteros, una estrategia que ha dado oportunos resultados en cuestiones similares. O en generalizar la obligación de los mayores de edad de restaurar a su costa lo que han deteriorado, como trabajos en beneficio de la comunidad. Ya sé que el resarcimiento económico no siempre resulta útil para atajar este vandalismo, por la habitual insolvencia de estos cafres metidos a brillantes creadores, pero algo habrá que hacer para que al menos podamos exigirles recomponer lo que alegremente deterioran en los espacios que no son suyos.
Así que, querido Bansky, toma buena nota: si me vienes esta noche a decorar mi garaje, no tendré más remedio que ponerlo en conocimiento de la autoridad. Ni te lo he pedido ni tengo deber alguno de aceptarlo, de modo que tenlo bien en cuenta porque el que avisa no es traidor.
  • Javier Junceda es jurista y escritor
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