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26 de abril de 2024

En Primera LíneaJavier Junceda

Equidad

El «dar a cada uno lo suyo» de Ulpiano resulta inconcebible para los pelmas que hoy anhelan esa uniformidad artificial y disparatada

Actualizada 01:37

Si se hablara de la equidad con la alegría que se hace de la igualdad, otro gallo cantaría. El igualitarismo, esa marca blanca de las ideologías que insisten en combatir una realidad tan indiscutible como la derivada de las diferencias que mantenemos los ocho mil millones de humanos que habitamos el planeta, continúa avanzando imparable ante la incomparecencia de quienes siempre prefieren no entrar al trapo. Por más que nos den a todas horas la tabarra, o bauticen ministerios con su nombre, no hay ni debiera haber más igualdad que la de oportunidades y ante la ley: la otra de resultados o la dedicada a trasladar privilegios de un sexo al otro ya sabemos al callejón sin salida al que conduce. Aunque seamos especialistas en tropezar las veces que haga falta en la misma piedra, tendríamos que estar a estas alturas vacunados de estas dichosas tendencias, que no acaban de quedar sepultadas por la historia y la razón más elemental.
Las embestidas que sufre a diario la meritocracia han de ser ubicadas en ese contexto igualitarista. Nada hay peor que el merecimiento objetivo para los que sostienen la peregrina idea de que han de crearse sociedades en las que nadie sobresalga frente al resto. Es curioso, al hilo de esto, que en los lugares donde más ha anidado esta penosa enfermedad del pensamiento no deje de idolatrarse a los deportistas, intelectuales o artistas que triunfan, solo si son de la cuerda del régimen. O que sus jerarcas protagonicen desigualdades propias de marajás, mientras los suyos malviven en la pobreza, al existir gentes más iguales que otras. Al talento y esfuerzo reconocidos con independencia del origen de las personas, que es la sencilla base de la justicia social entendida en términos de equidad, se opone esa odiosa igualdad absoluta desincentivadora de la iniciativa individual e insostenible económica y moralmente.
El «dar a cada uno lo suyo» de Ulpiano resulta inconcebible para los pelmas que hoy anhelan esa uniformidad artificial y disparatada. Y hasta resulta contradictoria con sus postulados tradicionales, porque debieran conocer que el principio «a cada cual según su aporte» fue acuñado por los sansimonistas en los albores del movimiento obrero del diecinueve, justamente para que aquellos trabajadores que produjeran más recibieran salarios superiores a los que rindieran menos. «El que no trabaja, no come», dejó escrito el líder calvo y con perilla que sigue exhibiéndose embalsamado en la Plaza Roja de Moscú.
igualdad

Lu Tolstova

Cuando la igualdad es concebida con las trazas tan maximalistas que ahora se pregonan, corren a cobijarse en ella legiones de sujetos que cuentan con perfectas condiciones para mantenerse por sí mismos. Es el clásico asunto de los polizones que se estudia en las escuelas de negocios: unos beneficiarios de bienes públicos que jamás participan en su sostenimiento, sin tener ningún motivo que lo impida. En los sistemas que generalizan a estos pasajeros sin billete, como los llaman los anglosajones, el riesgo de colapso no tarda en asomar, como se advierte en sus desatadas cifras de endeudamiento.
Para pagar tal verbena, el igualitarismo precisa como el comer de incrementos impositivos permanentes a costa del sudor del de enfrente. Además de constituir ese escenario una grosera irresponsabilidad política y ética, supone también un letal desafío al progreso de cualquier nación, que tiene necesariamente que cimentarse en el esfuerzo denodado de sus ciudadanos al levantar la persiana cada madrugada y nunca en la ociosidad de pícaros guareciéndose bajo alguna categoría de vulnerabilidad. Una estrategia de esa naturaleza no solo contribuye a desmotivar a los que están en edad productiva para alcanzar altas cotas de prosperidad para sí y su entorno, sirviendo de acicates a los demás, sino que profundiza en la injusticia social, que del simple malestar puede transitar pronto hacia preocupantes problemas de convivencia.
Financiar impecables servicios públicos esenciales o asegurar que colectivos realmente desfavorecidos dispongan de un adecuado nivel de vida son legítimas aspiraciones de cualquier democracia sensata. Lo que se salga de ahí constituye un injustificable derroche de recursos en provecho de parásitos que sacan tajada de esta deplorable coyuntura, algo que ya no sabes si alcanza a tu vecino de escalera, por lo mucho que ha crecido.
Sin equidad, desde luego, no puede haber justicia social. Ni igualdad que merezca ser defendida.
  • Javier Junceda es jurista y escritor
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