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30 de abril de 2024

en primera líneaCésar Wonenburger

España no es país para músicos

El desinterés que las distintas manifestaciones musicales ha despertado normalmente entre escritores, intelectuales y políticos solo ha sido vencido en algunos periodos históricos, como los de los Borbones

Actualizada 01:30

En cierta ocasión recibí la llamada del consejero de Cultura de un Gobierno autonómico para una rápida consulta. Aquel hombre me preguntó sobre la idoneidad de contratar a una «soprano griega» cuyos servicios le estaban ofreciendo para que interpretase La Traviata de Verdi en la compostelana plaza del Obradoiro. Creía él que la cantante en cuestión era muy conocida (lo era), pero le escamaba un poco lo abultado de su caché (no erraba, era un disparate y por eso nunca se llegó a producir), por lo que buscaba una opinión informada al respecto para poder decidir. Recuerdo que lo primero que le dije es que Andrea Bocelli no era soprano, ni siquiera una mujer ni había nacido en la tierra de la Callas… hasta el día de hoy es un cantante –a veces se presenta como tenor–, natural de Italia, y muy conocido más allá de sus contadas apariciones en los coliseos líricos internacionales.
Antes o después de este suceso, ese mismo representante público había cosechado cierta celebridad a nivel nacional porque en una de sus ruedas de prensa llegó a confundir el título de la cantata Carmina Burana con el de una «cantante gallega». O sea, algo muy parecido a lo que ahora le ha ocurrido al alcalde Martínez Almeida para mofa y escarnio de muchas personas que no sabrían distinguir entre Orff, el autor de la obra, y una salsa para aliñar patatas, pero a quienes el chascarrillo, quizá consecuencia de la celeridad con la que se suelen producir estas declaraciones, o del desconocimiento (nadie está obligado a saber de todo, ni a todas horas), les sirve estos días para atizar con saña a un adversario político, o simplemente a alguien que les cae mal o desprecian en virtud de las causas más variopintas; de esa pasta estamos hechos y lo de advertir la paja en ojo ajeno es un mal que no ha dejado de propagarse desde su denuncia en los textos sagrados.
La realidad es que bajo la administración de aquel consejero ridiculizado hasta la náusea, la música floreció en Galicia como nunca lo había hecho hasta ese momento: su mandato coincidió con el despegue de las dos orquestas de la comunidad; había entonces festivales de música más interesantes que los de ahora, con presupuestos dignos e incluso cierta relevancia más allá de las fronteras locales, con lo que se consiguió una cierta normalización de la vida musical gallega, propiciando el contacto frecuente del público con algunas de las mejores orquestas, agrupaciones y solistas internacionales que solían hacer las delicias de los aficionados en cada visita, algo ya casi olvidado.
Lo cual solo demuestra una cosa: a veces es preferible contar con un consejero, alcalde o presidente que no tenga ni idea sobre música pero que en cambio sepa rodearse de un buen equipo, se asesore y ponga en marcha iniciativas que en verdad sirvan para impulsar el tejido cultural, que contar con un Jorge Semprún, reconocido escritor pero nefasto ministro (en tiempos de Felipe González), más preocupado de cultivar su propia imagen de gurú intelectual, envuelto en frases a menudo tan pomposas como huecas, que en bajar a la arena del cargo.
almeida musica Felix de azua

Paula Andrade

Para quienes se rasgan las vestiduras con este tipo de meteduras de pata, conviene recordar que España, al contrario de lo que algunos creen, no es un país que le haya prestado a la música nunca demasiada atención, pese a que algunos monarcas, sobre todo Borbones, como Felipe V o Isabel II, supieran rodearse en sus cortes de notables figuras, relevantes creadores e intérpretes, e impulsado importantes instituciones públicas que aún hoy sobreviven como el Teatro Real madrileño. El gran Jordi Savall reivindica siempre la riqueza oculta del patrimonio, aún por descubrir, de nuestro Siglo de Oro, un tesoro de músicas desconocidas que podría rivalizar con Francia, país modélico en ese sentido a la hora de divulgar su excelso repertorio histórico, si se le prestase la necesaria atención.
Por no haber, no ha habido auténtico interés entre nuestros intelectuales por comprender ni acercarse al fenómeno musical, al menos, desde la curiosidad. Los balbuceos de Ortega y Gasset con respecto a Beethoven no pueden equipararse con los análisis que Nietszche o Thoman Mann le dedicaron a Richard Wagner. Toda la literatura del autor de Los Buddenbrock, desde la torrencial Montaña mágica hasta la cumbre de Doktor Faustus, está impregnada de su profundo amor y exquisitos conocimientos musicales. Y qué decir de Stendhal y las crónicas de sus viajes italianos (amén de su biografía sobre Rossini) en las que nos entretiene, a la vez que informa, sobre los usos y costumbres de la ópera de su tiempo, con profusión de referencias a los divos de antaño. Sin olvidar a James Joyce, tenor él mismo durante su juventud irlandesa, admirador conspicuo e irredento del cantante John O’Sullivan, que llegó a concebir una de las partes de su monumental Ulyses como la estructura de una fuga (se han registrado más de 3.500 referencias musicales a lo largo y ancho de una obra que comenzó con su poemario titulado, justamente, Música de cámara).
Las reseñas que sobre el arte de Euterpe concibieron Gerardo Diego, Pérez Galdós o la Pardo Bazán nunca lograron aproximarse en enjundia, nivel intelectual ni vocación de trascender a las que en su día firmaron Baudelaire o George Bernard Shaw, cuyo análisis sobre el «Anillo» wagneriano mantiene aún casi intacta su vigencia, y los varios tomos que reúnen sus crónicas sobre los acontecimientos concertísticos o líricos de su época resultan una auténtica delicia, tanto por sus revelaciones como por el fino humor, ese tono inconfundiblemente sarcástico que desprenden todos sus escritos, también los musicales.
Y sin embargo, algo parece estar cambiando para bien. Félix de Azúa reúne estos días algunos de sus ponderados pensamientos sobre música en un nuevo volumen de aparición inminente, siguiendo los pasos del fallecido Eugenio Trías, cuyos análisis sobre las óperas de Monteverdi, por ejemplo, resultaron toda una sorpresa de notable factura e ingenio, en una línea similar a lo que nos está haciendo llegar, con gran deleite, el meticuloso Ramón Andrés, sabio con prosa de orfebre que aplica la filosofía y sus múltiples inquietudes a desentrañar los misterios que envuelven a la más abstracta de las artes.
Ahora solo falta que los políticos tomen también buena nota e intenten mejorar el clima para la recepción de la música entre la ciudadanía, no tanto con recomendaciones frustradas por errores que a veces revelan algo más perjudicial que la propia ignorancia: el descuido a la hora de servir como ejemplo para la ciudadanía fruto de la improvisación a que a veces obligan las prisas, sino logrando que a través del ejercicio de sus facultades las enseñanzas musicales no desaparezcan de los programas de estudio, y que los conciertos, óperas y demás manifestaciones musicales inunden nuestros espacios creados para la interpretación con propuestas ricas y variadas que, en buena medida, velen también por la recuperación de nuestro inmenso patrimonio, asequibles a todos los bolsillos.
  • César Wonenburger es crítico de ópera de El Debate
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