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03 de mayo de 2024

TribunaJosep Maria Aguiló

Mi futura vida bohemia

Gracias a mi espíritu entre literario y algo bohemio, todavía hoy me siento bastante próximo a esos seres despreocupados y libres, y entiendo quizás mejor cuáles son algunos de sus anhelos, de sus sentimientos o de sus desengaños

Actualizada 01:30

Siempre quise llevar una vida entre literaria y algo bohemia, pero con el tiempo fui descubriendo que tal vez no vine al mundo en el lugar adecuado. Mi querida ciudad natal, Palma de Mallorca, es una localidad que sin duda tiene muchas virtudes y excelencias, pero entre ellas creo que no se encuentra la de favorecer la aparición y posible consagración artística posterior de los espíritus creativos algo melancólicos y errantes, al estilo de un Valle-Inclán o de un Alejandro Sawa.
Yo debería de haber nacido quizás en París, en Praga, en Madrid o en Nueva York para tener opciones reales de llegar a disfrutar alguna vez de una vida bohemia tradicional, es decir, maravillosa y desordenada.
A diferencia de todas esas admirables ciudades, Palma no reúne, en principio, los requisitos básicos y elementales para ser considerada una gran ciudad bohemia, porque en ella no hay muchos poetas apasionados que escriban sus desolados sonetos amorosos en los cafés, ni artistas prometedores que pinten sus obras figurativas instalando los caballetes cerca de una iglesia o de un parque, ni músicos callejeros que en los días lluviosos toquen con su acordeón una melodía entre triste y nostálgica, aunque, en cierto modo, cualquier canción interpretada con un acordeón nos acabe pareciendo siempre triste y nostálgica, aunque sea un pasodoble o un vals.
Otro factor que deberíamos tener también en cuenta es que el bohemio clásico no tiene, a priori, demasiadas semejanzas con el palmesano moderno, pues el primero es un ser esencialmente noctámbulo, pese a que puntualmente pueda animarse a salir de casa alguna que otra mañana, si bien no antes de las doce del mediodía, y siempre y cuando el sol y el calor no sean excesivos. Como ven, los ritmos vitales de los palmesanos y de los bohemios difícilmente suelen coincidir, pues cuando nosotros dormimos ellos están despiertos y cuando nosotros estamos despiertos ellos están dormidos.
Por todo ello, es muy posible que nadie nos incluya nunca en una guía especializada sobre el tema, pero también es verdad que excelentes escritores y conocedores de la capital balear como Carlos Garrido o Eduardo Jordá podrían relatarnos ahora mismo decenas de historias y de anécdotas acerca de los ilustres bohemios que vivieron en Palma o en otros puntos de Mallorca a lo largo del pasado siglo, en especial en barriadas como El Terreno, Santa Catalina o Son Armadams.
Es una pena que hoy ya no sea así, entre otras razones porque si aún siguiéramos contando ahora con su presencia, seguramente se acabarían buena parte de nuestros crecientes problemas circulatorios, pues los bohemios suelen ser grandes paseantes y, por lo general, poco partidarios de desplazarse en moto, en coche o en patinete eléctrico.
Gracias a mi espíritu entre literario y algo bohemio, todavía hoy me siento bastante próximo a esos seres despreocupados y libres, y entiendo quizás mejor cuáles son algunos de sus anhelos, de sus sentimientos o de sus desengaños. Así, ahora sé que sus deseos de viajar y de ver mundo se ven a menudo muy condicionados por sus siempre limitados recursos económicos, por lo que, salvo excepciones, sólo pueden llegar a conocer sus destinos más admirados sin salir de su propia buhardilla o de su pequeña habitación alquilada, contemplando hermosas fotografías de alguna revista de viajes o confiando en que al cerrar los párpados podrán recorrer todos los parajes soñados mucho mejor.
También creo que los bohemios se sienten normalmente casi más felices en soledad que rodeados de seres como ellos, para poder así pasear en silencio y hacer pequeñas paradas en los andenes sin horarios, en los cafés a punto de cerrar o en los parques a punto de abrir; para poder escuchar el rumor de las hojas de los plataneros, o sus propios pasos, o el salmodioso canto de los grillos, que son unos insectos ortópteros un poco bohemios también.
El bohemio difícilmente dispone de un empleo estable, por lo que viene a ser una especie de hermano menor de los creadores románticos o de hermano mayor de los trabajadores actuales. Al mismo tiempo, es una persona que siempre está a punto de triunfar en el arte, aunque casi nunca lo consiga, y de fracasar en la vida, aunque casi siempre lo evite. Bien mirado, la vida de la mayoría de los bohemios no es, en el fondo, tan diferente de la nuestra. Unos y otros hacemos continuamente prometedores o idealizados planes de futuro, descuidando quizás en exceso nuestro presente, que a veces no está tan mal como creemos, sentimos o pensamos.
Por mi parte, a mis sesenta años de edad, todavía no he perdido del todo la esperanza de llegar a ser algún día un bohemio antiguo, fetén, de los de antes, pero sin renunciar a las comodidades del mundo actual ni a las nuevas tecnologías. Por ello, he pensado en publicar en las redes sociales un breve anuncio autopromocional, cuyo enunciado podría ser más o menos el siguiente: «Se ofrece escritor pobre y meditabundo a mecenas rico –o rica– y alegre, para lo que sea menester». Tan solo me falta decidir dónde podría encajar mejor un anuncio de este tipo, si en una página web de demanda de empleo, en una de contactos o en una de eventos sociales.
Una vez encontrada esa persona salvadora y providencial, creo que mi vida podría empezar a ser, al fin, un poco más tranquila y serena de lo que lo ha sido en las seis últimas décadas. Y tal vez podría llegar a concretarse, de algún modo, esa existencia con la que soñamos siempre todos los bohemios, incluidos también los palmesanos. Una existencia hecha de amor, libertad, gloria artística y, todo sea dicho, una muy saneada cuenta corriente en el banco.
  • Josep María Aguiló es periodista
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