España o el despotismo poco ilustrado
Desde hace años, el poder político opera como un estamento aparte de la sociedad real, un club privado al que es difícil entrar, pero aún más difícil salir. Para ser admitido, hay que demostrar «valía», lo que en la política actual significa saber acatar órdenes sin rechistar
Siempre me ha gustado hablar con personas inteligentes, especialmente con aquellas cuya imaginación les permite ofrecer perspectivas distintas. Y no es poca cosa.
Vivimos tan acostumbrados a deglutir el discurso predominante, cocinado, por lo general, en la mediocre cocina de cualquier gabinete político aún más mediocre, que hemos perdido el sentido crítico. Repetimos lo que dicen los líderes políticos o mediáticos afines a nuestra ideología sin detenernos a analizar si lo que dicen tiene el más mínimo sentido.

Por eso, para evitar caer en este error tan extendido, cuando necesito orientación sobre algún tema, recurro siempre a un pequeño círculo de cuatro o cinco personas en las que confío plenamente y que, como mínimo, siempre tienen algo valioso que aportar. Entre ellas, hay una en la que deposito mi confianza por encima del resto. Desde hace muchos años ha sido para mí una fuente inagotable de sabiduría pragmática y, sobre todo, de optimismo. Por eso, cuando mi misantropía alcanza niveles inquietantes, suelo buscarlo para comer o cenar y dejarme impregnar, aunque sea un poco, por su visión entusiasta del mundo.
Hasta ahora.
La semana pasada, en una larga conversación sobre la deriva de la política nacional, su conclusión fue tan tajante y sorprendente que, sinceramente, me dejó bastante estupefacto:
–«Si te soy sincero, Gonzalo, no creo que España tenga ya arreglo. Nunca lo había visto así, pero ahora lo pienso muy seriamente: este país simplemente no sirve, no tiene futuro. Y da igual si mañana gana el PP o quien sea, eso no cambiará nada. España está acabada sin remedio».
Imaginarán mi desasosiego cuando alguien en quien confío plenamente, al que busco siempre que necesito escuchar algo positivo, no ve ni un resquicio de esperanza.
Y es que la política española, nuestras instituciones y, en especial, nuestros supuestos «representantes» están completamente degradados. La corrupción en todas sus formas ya no es la excepción, sino la norma.
¿Cómo hemos permitido que nuestros representantes ya no nos representen? Resulta inconcebible que este grupo de individuos, a los que pagamos religiosamente cada mes, haya abandonado por completo la defensa de los intereses ciudadanos para centrarse exclusivamente en los suyos, ya sean partidistas o, peor aún, personales.
¿Cómo hemos permitido que una pandilla de mediocres nos arrebate el país ante nuestras narices? No solo lo han corrompido con sus juegos de poder, sino que lo han ido destruyendo de forma deliberada y sistemática. Si solo se tratara de derrochar nuestro dinero, podríamos resignarnos con cierto estoicismo, pero el problema es mucho más profundo: sus decisiones torpes, cortoplacistas y negligentes no hacen más que sabotear el desarrollo de nuestra sociedad y nuestra economía. Y yo me pregunto: ¿quién les ha dado ese poder? Porque yo, desde luego, no.
En pleno siglo XXI, resulta inaceptable que estas personas hagan y deshagan con nuestras vidas lo que les da la gana solo porque cada cuatro años se celebran unas elecciones. En una época en el que la inmediatez lo es todo, este sistema está más que desfasado. La rendición de cuentas debería ser diaria. Hay tecnología de sobra para poder hacer de esta idea una realidad. No confiamos en ellos porque no nos han dado ningún motivo para hacerlo. Parecen olvidar que son nuestros empleados.
Nuestro sistema político está diseñado para que solo los mediocres prosperen. Basta con mirar alrededor. Los verdaderamente capaces son apartados de inmediato por los aparatos de los partidos, que no toleran la competencia ni el talento. Un sistema corrupto de raíz no puede permitirse que alguien venga a hacer las cosas bien; es, sencillamente, intolerable. Es como llegar a un trabajo y, desde el primer día, rendir más y mejor que tu jefe. En una empresa privada, eso podría significar un ascenso; en la esfera pública, es garantía de ser marginado.
Por eso este país no tiene remedio. Desde hace años, el poder político opera como un estamento aparte de la sociedad real, un club privado al que es difícil entrar, pero aún más difícil salir. Para ser admitido, hay que demostrar «valía», lo que en la política actual significa saber acatar órdenes sin rechistar y halagar a quien corresponde cuando corresponde. La mediocridad es el requisito indispensable. Pero, eso sí, una vez dentro, el ascenso es casi inevitable: cuanto más callas y obedeces, más lejos llegas. No hay más que ver los consejos de ministros de los últimos años para darse cuenta.
Y cuando por fin te has instalado en el poder, ya no hay vuelta atrás. Sabes demasiado y el partido no permitirá que te marches fácilmente. Olvídate de otras aspiraciones. La secta política te ha atrapado y, si intentas salir, prepárate para las represalias. Aquellos a quienes ayer llamabas amigos te darán la espalda y, si pueden, te pondrán la zancadilla a cada paso que des.
Esa es, en esencia, la clase política que nos gobierna. Muchos de ellos no nacieron corruptos, pero el propio sistema los transforma.
La democracia liberal que nos enseñaron dista mucho de lo que tenemos hoy. Lo que hay en España es una maquinaria de poder donde todo se reduce a apaños y arreglos entre personas que, en realidad, no son tan diferentes. De cara al público, fingen ser enemigos, incluso se insultan y dicen tener ideas enfrentadas, pero la verdad es que lo que los une es mucho más fuerte que lo que los separa.
Mientras tanto, los ciudadanos, esclavos de sus trabajos, siguen pagando como estúpidos una fiesta muy cara a la que ni siquiera han sido invitados.
Por eso le doy la razón a mi amigo. España no tiene remedio. No al menos hasta que cambien las reglas y el poder vuelva a estar en manos de los ciudadanos.
- Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista