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24 de abril de 2024

tribunaCÉSAR WONENBURGER

Plácido Domingo, el héroe expuesto ante sus miserias

El irrespirable ambiente creado por los «concienciados» aspira a situar las peripecias de la vida privada del tenor por encima de sus logros como artista, para denostarlo una vez más

Actualizada 12:45

Y las trompetas de Jericó han vuelto a sonar otra vez para redoblar el asedio contra un anciano artista cuya honra, prestigio y carrera es preciso mancillar a cualquier precio hasta sus últimos días. Las hordas de esa nueva fe de los «concienciados» que no lograron doblegarlo del todo (los daños infligidos fueron tremendos pese a que la férrea voluntad de la persona, y el sentido común de quienes se negaron a apartarlo de la vida pública, se impusieron sobre el castigo) con aquel lío de las acusaciones jamás probadas sobre supuestos abusos, han renovado ahora su diatriba a propósito de unos audios que vincularían al tenor Plácido Domingo con una supuesta red dedicada al proxenetismo en Argentina.
Los mismos elementos zafios que se afanan en derribar las estatuas del prócer Colón, el gran almirante que en su anhelo de ir más allá de sus coetáneos para descifrar los límites del mundo logró cambiar el curso del historia, son los que seguramente inspiran esta nueva caza de brujas con la que se desea desprestigiar mayormente a todo hombre que haya dado muestras de poseer un talento superior a la media, sacando a la luz cualquier detalle sórdido de su vida privada para precipitar su caída.
No nos engañemos, en el fondo de esta nueva hornada de celosos guardianes de la moralidad lo que subyace es el rencor, la envidia hacia quienes no se merecen los honores alcanzados a través de sus méritos simplemente porque no han sido ellos los elegidos si no el otro. Algo malo habrá tenido que hacer este para llegar hasta donde ellos jamás podrán soñarlo. En lugar de buscar las culpas de su fracaso personal en su propia pereza, lo más fácil para equipararse al ídolo odiado es hacerlo rodar de su pedestal mostrándolo tan fieramente humano como ellos.
Es muy difícil lograr una carrera de la dimensión que ha alcanzado la de Plácido Domingo, uno de los más grandes cantantes de la historia, sin haberse dejado antes algún cadáver en el armario. Como proclamaba aquel personaje de El Padrino, «quien construye con hombres construye con barro». Desde su ámbito de poder, ¿se habría beneficiado de su posición al frente de teatros importantes para obtener favores sexuales de personas que, a cambio, esperaban un impulso para sus carreras?
Ninguna acusación ha llegado a probarse. Lo único real es que, bien sea través del prestigioso concurso que lleva su nombre, como desde los puestos que ha ocupado, Domingo ha ayudado siempre a situar en una inmejorable plataforma de lanzamiento a un buen número de artistas, entre los que luego algunos han alcanzado gran notoriedad por méritos propios, basada en sus apreciables virtudes (el tenor no puede convertir el agua en vino). Ninguno de ellos se ha incorporado, ni en estos tiempos propicios a la villanía, al carro de las denuncias contra él. Más bien todo lo contrario, lo cual dice ya bastante. Los maliciosos sostendrán ahora que claro, que como a estos les ha ido estupendamente… Al respecto convendría recordar el caso de Harvey Weinstein, que sí fue señalado años más tarde de los supuestos abusos por varias actrices, algunas ganadoras del Oscar, con carreras en curso. Al artista no le ha sucedido, pese a lo cual los teatros públicos españoles (no así los de Italia, Alemania, Austria o Francia) mantienen la fatwa que contra él dictó un efímero ministro de Cultura, aquel Uribes desaparecido sin pena ni gloria.
Ahora, en la medida en que los rescoldos de aquel escándalo atribuido a Domingo parecían ya atenuarse, y que el tenor ha podido disfrutar de varías actuaciones veraniegas incluso en su propio país, sus detractores vuelven a agitar furiosamente unas informaciones confusas, primero aparecidas en La Nación y luego en otros medios, con las que se vincularía al intérprete con una secta que fomentaba la prostitución de lujo.
Según se desprende de unas grabaciones policiales, y con motivo de una actuación que realizó en el Teatro Colón en abril, Domingo habría solicitado los servicios de alguna de las meretrices vinculadas a la organización. De ese modo quedaría probado solo una cosa, que a sus 81 años la libido del cantante se mantiene intacta, todo un prodigio de la química, y un poco de la física también. Ahora viene la tormenta… ¿Cómo es posible que este hombre se valga de los servicios de una mujer vilmente explotada para saciar sus instintos? Eso solo debiera preocuparle a dos personas libres, mayores de edad, que deseen establecer una transacción de acuerdo con su voluntad. ¡Pero es que en España la prostitución está prohibida! Los hechos ocurrieron, si acaso, en Argentina. Lo único cierto, según constata la propia policía, es que el artista se resistió siempre a las ofertas para ingresar en la secta. El resto son todo suposiciones pero que expuestas así, al albur del sensacionalismo gacetillero, vuelven a añadir otra pena de Telediario a un hombre cuya imagen sufre un deterioro innecesario y desmedido.
Este nuevo contratiempo quizá le obligue o no (sus actuaciones de estos días se han saldado con resonantes triunfos) a adelantar su retirada y aguardar el tiempo de los elogios que se derramarán sin demora, en cascada, sobre su sepultura en el mutis final. No es que sean malos tiempos para la lírica (que también), es que son malos tiempos en general; solo parecen disfrutarlos quienes desde los diversos púlpitos de la hipócrita corrección política cultivan sus miserables egos, su inmenso vacío interior, librando día a día sus malvadas escaramuzas para demoler reputaciones de personas que, como el invencible tenor, han alcanzado el éxito que a ellos les niega su propia mediocridad. A lo largo de su heroica vida Plácido Domingo ha hecho felices a infinitas más personas de las que seguramente haya perjudicado. ¿Lo exonera eso de cualquier supuesta falta? No, pero en el cómputo global del marcador, no digamos ya ante el supremo juicio de la historia, lo hace infinitamente más necesario que cualquiera de sus acusadores.
  • César Wonenburger es crítico musical de El Debate
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