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23 de abril de 2024

tribunaJesús M. Prieto Mateos

¡No tengáis miedo!

Hay que despertar y batallar con firmeza y valentía en todos los ámbitos de nuestra vida contra este relativismo ponzoñoso que no diferencia entre el bien y el mal

Actualizada 09:15

Dudar ante lo incierto es muestra de sabiduría; la tolerancia a ideas discrepantes denota bondad. Sin embargo, los hombres más sabios no dudan de la existencia de verdades irrefutables y los más bondadosos establecen umbrales éticos infranqueables en su infinita disposición a tolerar.
Solo desde el relativismo recalcitrante con el que hoy en día se identifica el progreso social se puede justificar el «todo vale», que niega realidades incontestables y que impone planteamientos morales basados en la supremacía del individuo, o de una ideología, sobre el bien común. Así, los medios de comunicación nos muestran con demasiada frecuencia como, en función de intereses personales o ideológicos, se difumina la gruesa línea que separa al asesino del asesinado, al violador de la persona violada, al pederasta del menor ultrajado, al golpista de quien defiende el Estado de derecho, al okupa del legítimo propietario, al atracador de quien protege sus bienes, al que arranca la vida de un no nacido de quien reza por el bien de la madre y del hijo que espera, a la institución que solo ofrece la muerte al enfermo desahuciado de la que aboga por cuidados paliativos y por la dignidad de la persona.
Esta degeneración relativista, que todo lo diluye, ha llegado incluso a invertir los papeles, presentando a víctimas como verdugos y a verdugos como víctimas, contando con el lógico aval de sus correligionarios y con el imperdonable silencio de una sociedad aletargada, insensible a cualquier ataque moral que no le toque el bolsillo.
Un claro ejemplo de esta perversa dilución de principios y valores es la impunidad con la que se celebran continuos homenajes a asesinos etarras ensalzándoles como héroes, al tiempo que se intenta desacreditar la demanda de justicia de las víctimas; o la vergonzosa influencia que se le ha permitido alcanzar al entorno de los asesinos y que agranda aun más el calvario por el que atraviesan quienes han sufrido el zarpazo del terrorismo; o la regulación legislativa de la cultura de la muerte que desampara a enfermos, ancianos y no nacidos y obstaculiza, cuando no criminaliza, a quien les pretende ofrecer su ayuda médica, psicológica o espiritual.
Es el triunfo del relato interesado sobre la verdad, fruto de la eliminación de valores morales reconocibles como absolutos e indestructibles y que emerge, en palabras de san Juan Pablo II, «desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni a dónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva.» (Encíclica Veritatis Splendor, 1993).
Casi treinta años después, las palabras del santo Padre parecen haber sido ignoradas y seguimos avanzando hacia la autodestrucción como sociedad. Se nos ha inoculado el virus de la tolerancia sin límites que nos obliga a aceptar que no existen verdades incuestionables sobre la moralidad de los actos humanos, que el progreso consiste en anteponer la conciencia individual, subjetivando el juicio moral, al bien colectivo y que discrepar sobre estos planteamientos es propio de radicales totalitarios.
Hay que despertar y batallar con firmeza y valentía en todos los ámbitos de nuestra vida contra este relativismo ponzoñoso que no diferencia entre el bien y el mal. Reconstruir una sociedad en la que prevalezca el bien común es posible exigiendo, sin complejos, la verdad, la libertad y la justicia que nos están arrebatando. En esta contienda, el enemigo es poderoso; hagámosle frente con el arma que más teme, la palabra, alentados por el mensaje de san Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo¡».
  • Jesús M. Prieto Mateos es teniente coronel del Ejército de Tierra
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