Fundado en 1910

06 de mayo de 2024

TribunaÁlvaro de Diego

Tierras de penumbra (II)

La importancia que Lewis concedía a las batallas, en la ficción y en la vida, era inversamente proporcional al número de combatientes. Dos son pocos contra enemigo tan formidable

Actualizada 09:17

«En el corazón del hombre hay lugares que todavía no existen y para que puedan existir, entra en ellas el dolor». La frase de Léon Bloy resume el drama capital de una vida. La de C.S. Lewis, que conoció el amor verdadero tan puntualmente tarde para perderlo inoportunamente tan pronto.
Shadowlands (1993), la película de Richard Atemborough, relata cómo el cincuentón creyente se desprendió de su coraza de letras. Y contiene una escena significativa. Cuando el profesor de Oxford se encuentra a bordo de un tren con uno de sus alumnos, el pupilo le desvela al maestro el sencillo secreto de la literatura: «Leemos para saber que no estamos solos». Resulta comprensible así que sea por carta cómo Lewis, «Jack» para los íntimos, conoce a otra escritora, Joy Gresham, norteamericana, excomunista y fervorosa cristiana de origen judío. A ambos les separan los diecisiete mismos años que se llevan Anthony Hopkins y Debra Winger, los actores que les interpretaron en el filme.
Joy viaja a Londres con sus dos hijos en 1952 para consultar a Lewis sobre un libro que está redactando. Se titula Humo en la montaña y en él reflexiona sobre los Diez Mandamientos. El deslumbramiento literario de ella, que se divorcia del marido y se instala en Inglaterra, dará paso a la amistad más franca y al posterior y mutuo, irrefrenable enamoramiento. Antes, sin embargo, habrá que rendir el puente. No queda otra para adentrarse en el castillo.
Espontánea y sincera, Joy es, sobre todo, auténtica. Jack recordará de ella que «ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran capaces de desarmarla». Presta a saltar «apenas olía el primer soplo de falsedad o tontería», ella descubre de inmediato la pueril vanidad de Jack, que básicamente no desea ser herido. Asalta aquella infancia irresponsable que adopta las formas del adulto altivo y circunspecto. Y la derriba en los escasos rounds que van del matrimonio civil, por conveniencia (ella puede perder el permiso de residencia), al religioso definitivo en la habitación de un hospital. Algo más que el cáncer ha sellado la unión entre ellos. No hay amor vano si estás dispuesto a jugártelo todo.
El drama de entonces lo resumió más tarde el hijo de ella: «Parece casi cruel que la muerte de mi madre se dilatara el tiempo suficiente como para que Jack la amara tanto, para que llenara su mundo con el mayor don que Dios jamás le concediera, y que entonces ella muriera y lo dejara completamente solo en el lugar donde su presencia lo había situado».
La importancia que Lewis concedía a las batallas, en la ficción y en la vida, era inversamente proporcional al número de combatientes. Dos son pocos contra enemigo tan formidable. En la fase terminal del cáncer, Jack instala la cama de ella en su despacho. No es sólo que ya no pueda subir escaleras. El amor ha vencido a los libros, ha invadido el sacrosanto refugio. Ha hecho trizas la coraza de letras. Ha fulminado la armadura, que, como diría Alcántara, alberga siempre a hombres huecos que pretextan estar chapados a la antigua.
Cuando ella se marcha, él escribe Una pena observada para relatar la indefensión en que su muerte le deja. Jack cae en la cuenta entonces de un Dios tan presente en momentos de felicidad y tan ausente cuando aparecen las dificultades. Y flirtea con el verdadero espanto. No el de que Dios no exista, sino que muestre una cara impávida; que lo advierta más cruel que la naturaleza, que «no entona dos veces la misma melodía».
Niega a Petrarca: no se cansa de pensar cómo cansado no se encuentra de ella su pensamiento. Todo, hasta afeitarse, le cuesta y le daña. Cuánto se recrea el dolor en la carne que duele.
Y sólo al final reencuentra la respuesta en otra persona. Un rostro que no que permanece impávido. El que surcan las lágrimas por Lázaro, el desconsolado por la muerte de un amigo. Esa sí es la esperanza. Las dos palabras del versículo más corto de los Evangelios: «Jesús lloró». Una promesa que se remonta sobre el duelo. El amor de Jack por Joy fue de la calidad misma de su fe en Dios. Los que caminan juntos en esta vida no serán separados por la muerte.
  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
Comentarios

Más de Álvaro de Diego

Últimas opiniones

Más de Tribuna

tracking