Matones en la Universidad
El triste episodio que ha sufrido Espinosa de los Monteros viene reflejar que vivimos una época en la que la mala política, la que descalifica, señala y agrede al adversario, invade todas las esferas de la sociedad
Decía Derrida que la universidad siempre será una ciudadela expuesta. Lo es porque, con frecuencia, se ve violentada, acorralada y «abocada a capitular sin condición». Y claudica cuando el matonismo entra en sus aulas para amedrentar a quienes consideran indignos de cruzar sus umbrales. Ellos, los férreos guardianes de la intolerancia, esgrimen sus fauces a sabiendas que nada o muy poco les sucederán. Ninguna expulsión. Ningún escarnio académico. Solo unos pocos les llamaremos por su nombre: matones de universidad.
El triste episodio que ha sufrido Espinosa de los Monteros viene reflejar que vivimos una época en la que la mala política, la que descalifica, señala y agrede al adversario, invade todas las esferas de la sociedad. La universidad no es una excepción: es su espejo. En sus aulas y en sus pasillos se ha agredido, insultado y vejado al político y al alumno disidente, a aquél que no «es uno de los nuestros». Al matonismo lo llamaron, con suma complacencia, jarabe democrático aquellos a los que se les podría aplicar afirmación que de sí mismo dio Mefistófeles, en el Fausto de Goethe: «Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas».
En un mundo en el que lo aconsejable es esparcir nubes de incienso a la autoridad regente, e incluso proclamar que posee un aura de santidad –eso sí, laica–, lo fácil sería guardar silencio, pero como no me van los cantos espurios de alabanza, no exclamar que el Rey está desnudo sería contribuir a la prematura necrológica de una universidad en la que he crecido y he madurado. Es un deber que tengo con mis alumnos, pero, sobre todo, con mi conciencia. El camino me lo enseñó un hombre viejo, pero con mayor altura y peso intelectual que quien escribe esta breve reflexión. En mayo de 1976, durante el homenaje que le tributó la universidad Complutense, la figura de Claudio Sánchez-Albornoz se alzó para recordar a los jóvenes alumnos que se congregaban para escucharlo: «Vais a decir que soy un reaccionario, pero, para mí, la Universidad es sagrada. Gritad lo que queráis, alborotad, defended vuestros intereses, pero fuera de la Universidad; la Universidad es un templo. Y si las Universidades dejan de ser lugares de estudio y meditación para mudarse, prostituyéndose, en ágoras de acción revolucionaria, como está sucediendo, no vacilo en profetizar la crisis total, irremediable, de la cultura occidental».
Sé que no alabar las bondades del sistema te convierte en una radical anomalía, o en un ser atípico, y la atipicidad es siempre el atributo del hereje, y la herejía, como bien sabemos, se paga con la desconfianza y la sospecha, cuando no con la exclusión de la comunidad docente: de sus cargos y prebendas. Pero la gravedad de los hechos obliga a decir, una vez más, ¡Basta de matonismo! No es un hecho aislado. Son numerosos los ejemplos que se podrían exponer. Todos los tenemos en la cabeza. Hechos y actitudes que nos hacen ver que ese recinto sagrado del saber deja de serlo cuando la barbarie y el totalitarismo campan por sus anchas, hasta el punto de que los enemigos del saber y de la tolerancia no serán expulsados de sus aulas. A este respecto, me pregunto, con eterna ingenuidad: ¿Qué va a hacer el Rectorado? ¿Qué medios de comunicación repudiaran a estos matones de la extrema izquierda? Todos sabemos la respuesta: salvo un lacónico y manido escrito, nada se hará. Quizá se abra un expediente, que dormirá el sueño de los justos. Pero el daño ya está hecho. La universidad ha quedado expuesta a la actitud de unos miserables que se amparan en la turbamulta para vilipendiar a personas e ideas. Y cuando esto pasa, nosotros, los docentes, decimos que nada pasa; una actitud propia de quienes suelen empujar la verdad al polvoriento rincón del olvido, para seguir cobijándose en su cómoda torre de marfil.
Frente a este plácido estatus quo, albergamos la creencia de que todo ataque contra la libertad intelectual se convierte –a corto o medio plazo– en una amenaza para el pensamiento, y sin este, la universidad está abocada al suicidio. ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué no denunciarlo? ¿Por cobardía? ¿Por connivencia? Indecencia, moral e intelectual, en cualquier caso. Nada que no hubiéramos leído en George Orwell, quien, en su ensayo 'La destrucción de la Literatura', dejó por escrito: «Pero lo más siniestro es que los enemigos de la libertad son precisamente aquellos para quienes la libertad debería tener más importancia». ¡Qué gran verdad!, porque, como escribiría posteriormente: «El ataque directo y consciente contra la honradez intelectual procede de los propios intelectuales», de esa conspiración llamada silencio. El nuestro. Triste verdad. Pero, aunque nos duela, es la verdad que nosotros vemos y sentimos. No denunciarlo nos haría cómplices de una realidad tan lacerante como ominosa.