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TribunaFeliciana Merino Escalera

La verdad en tiempos de máscaras

Hubo un tiempo en que palabras como libertad, lucha, patriotismo, nobleza de carácter, eran brújula y estandarte. Hoy las pronunciamos con la boca chica, como una especie de rumor lejano en un archivo polvoriento

Vivimos en un mundo de mentiras. El mal se disfraza de virtud y nos sonríe con aparente inocencia. Hoy, mientras el ruido cotidiano se colaba entre tazas de café y charlas sin importancia, escuché a una camarera decir a su compañero: «Saber mentir es una virtud». He de decir que antes su compañero había proferido una acusación: las mujeres son muy mentirosas. Lo cierto es que me estremecí. ¿Qué tiene de virtuoso mentir? ¿En qué momento el veneno se confundió con la medicina?

Ya no sorprende decir que los políticos mienten; es una obviedad repetida hasta el cansancio. Pero su mentira, a veces tan evidente, otras camuflada, ha sembrado en nosotros una semilla terrible: la idea de que el engaño no solo es inevitable, sino deseable. Si ellos lo hacen y prosperan, ¿por qué no habríamos de aprender todos a mentir?

En este mercado donde la verdad y la mentira se usan como monedas de cambio, los estafadores no llevan siempre corbata ni escaño. A menudo son personas «de bien», figuras que se cruzan en nuestro camino con la apariencia de intachables. Mienten los novios a sus novias y viceversa, prometiendo eternidad mientras acarician en secreto los recuerdos de amores pasados o las promesas de aventuras futuras. Juegan con los sentimientos del otro, conscientes de que la mentira tiene consecuencias demoledoras. Mienten los esposos a sus esposas para no enfrentar el vacío de su propia vida, sosteniendo fachadas orgullosas mientras la grieta interior se ensancha. Mienten también las mujeres cuando intentan coquetear, prefiriendo ser lo que no son, o aceptando encantadas el disfraz ajeno, aun sabiendo que la mentira es un cuchillo que tarde o temprano atravesará de muerte el corazón.

La mentira es el enemigo silencioso que más daño causa al ser humano. Nos enreda en un espejismo de luces falsas, y bajo la máscara de un optimismo malentendido repetimos frases huecas: «cada día es una nueva oportunidad», «la clave está en la actitud», «sonríe, que la vida te sonreirá», «tú eres tu prioridad», etc. Pero esa impostura no resiste el peso de la fragilidad. La mentira acampa en nuestra alma como un huésped que se hace dueño de la casa, y cuando llega el colapso —inevitable, devastador— descubrimos que hemos vivido huyendo de la verdad. Porque esta sociedad que idolatra el éxito y desprecia el fracaso nos ha enseñado a ocultarnos, a inventarnos un personaje que esté a la altura de los tiempos, pero no a mirarnos de frente y sin tapujos. Mejor el olvido, mejor construirnos de nuevo que remendar de lo viejo.

Y así, huimos. Preferimos pasar página, anestesiarnos en el olvido, convencernos de que el tiempo nos huye y que es mejor no mirar demasiado hondo. Mientras tanto, la mentira, hija del demonio, trabaja en silencio: corroe, marchita, envejece el corazón. Nos deja el poso amargo de una existencia triste, cansada, resentida; una vida de pobres hombres mediocres que se alimenta de logros efímeros y engañosos, pero que abultan nuestro ego con el ensueño de una grandeza inventada. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32), pero nosotros preferimos el grillete dorado de la ilusión.

Necesitamos, con urgencia, volver la mirada hacia las grandes historias, hacia los ideales nobles que nos sostuvieron como personas y como pueblo. Hubo un tiempo en que palabras como libertad, lucha, patriotismo, nobleza de carácter, eran brújula y estandarte. Hoy las pronunciamos con la boca chica, como una especie de rumor lejano en un archivo polvoriento. Nos hemos empequeñecido. El bien debería ser difusivo, contagioso, pero el mal tiene la facilidad de infiltrarse por cualquier rendija. Entra sin esfuerzo en el corazón, para susurrarnos que somos dueños absolutos de nuestra vida. Y aunque esa afirmación parezca verdad, es una trampa: porque sin el artífice primero, sin aquel que sostiene nuestro ser, toda libertad cae en el vacío, se derrumba sobre sí misma, incapaz de aguantar el pulso de su existencia más que a través de actos que dan cuenta de lo que no somos.

Si como afirma Aristóteles, todo hombre desea por naturaleza saber, de algún modo somos buscadores de sabiduría y verdad; sin embargo, hoy caminamos como huérfanos de ella, perdidos en un mar de apariencias. Nietzsche advertía que «no hay peor mentira que la que nos contamos a nosotros mismos», y tal vez por eso nuestro tiempo es tan débil: porque hemos aprendido a engañarnos con la complicidad de una sonrisa.

La filósofa Edith Stein nos recuerda que somos lo que hacemos, y lo que hacemos es expresión de lo que somos. Pero hoy vivimos una fractura dolorosa: hacemos lo que no somos y somos lo que no hacemos. De ahí nace el vacío que habitamos, esa contradicción que nos asfixia.

En ese vacío, en lo que del ser no nos pertenece salvo como reconocimiento de lo que Otro obra en nosotros, es donde todavía cabe la esperanza. Como escribió San Pablo: «Nada podemos contra la verdad, sino por la verdad» (2 Cor 13,8).

El profeta Isaías escribió: «¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que ponen tinieblas por luz y luz por tinieblas!» (Is 5,20). No hay advertencia más actual. La mentira seguirá acechando. Es hábil, astuta, seductora. Pero también frágil: basta una chispa de verdad para ponerla en evidencia. La mentira podrá envolverse en charol, satén o con trajes de Armani, pero al llegar la noche se queda a solas. Y en el silencio, cuando se despoja de todo ropaje, podemos hacer de nuevo la elección por la verdad. Y aunque duela, aunque suponga la muerte de nuestro ego inflado, es en la desnudez sencilla donde comienza la vida auténtica.

A través del dolor que produce una vida falsa, que es un poco la de todos cuando nos creemos geniales, entra la necesidad de revertir este mundo de egos y mentiras y decir en silencio:

«Señor, yo soy Tú que me haces».

Feliciana Merino Escalera es profesora de Humanidades de la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Elche)

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