La casa es un nosotros: ese empecinamiento al que llamamos vida
La casa moderna es flexible, funcional, pero también frágil, como frágiles sus ocupantes: nómadas digitales, sin lazos, mutantes, sin fidelidad y sin memoria. Sin embargo, seguimos buscando lo mismo que Ulises: un lugar que nos devuelva la medida humana
Homero comienza y termina su gran poema con una casa. No es una casa cualquiera, sino aquella que identifica el lugar hacia el que todo héroe desea volver. Ulises, tras años de guerras y naufragios, no suspira por Troya conquistada ni por las islas exóticas que ha recorrido, sino por el umbral de su casa en Ítaca. Allí están su esposa, su hijo, su lecho tallado en el tronco de un olivo: la raíz que da sentido a su Odisea. En Homero, la casa es el centro del mundo. El oikos es el principio del orden: allí arde el fuego de Hestia, diosa del hogar, guardiana de la llama que une a los hombres con los dioses y a los vivos con sus muertos.
En el mundo antiguo, la casa era mucho más que un techo. Era el espacio donde se enlazaban lo económico, lo político y lo sagrado. El oikos es la célula de la polis: «quien gobierna bien su casa, podrá ser justo en la ciudad; pero quien viola las leyes del hogar, tampoco respetará las de la polis» (Antígona, Sófocles). La ley doméstica es una forma de justicia. Hesíodo lo explica en Los trabajos y los días: ama tu casa, cuídala, porque en ella mora la medida del hombre; allí los dioses y los antepasados observan si somos justos.
Cada casa tenía su altar, su fuego, sus dioses tutelares. Se nacía en una casa y se moría en ella; se heredaba como se hereda la lengua o el destino. Era la forma visible de una pertenencia invisible. En su interior, los vivos dialogaban con los antepasados: cualquier pequeño gesto mantenía unida la trama del tiempo. Por eso los griegos temían tanto al exilio, porque no solo significaba perder la tierra o la casa, sino perder la memoria.
El oikos era, así, un microcosmos, capaz de abrirse al ágora, porque el umbral de la casa hace discurrir con naturalidad él fuera y dentro. Pero ese equilibrio se quebró con el tiempo. Benjamin Constant distinguió entre la libertad de los antiguos –participación activa en la vida de la comunidad– y la libertad de los modernos –privada, negativa, como derecho a no ser molestado–. Algo semejante ha ocurrido con la casa. Para los antiguos, la casa era un nosotros: un tejido de relaciones, ritos y obligaciones que daban forma a la vida común. Para los modernos, la casa soy yo, una mónada a la que nadie molesta al cerrar la puerta al mundo. Pero como el mundo también está dentro, en la visión moderna la casa no une, sino que nos separa de los otros que también están dentro. No es el lugar de la pertenencia, sino de la distancia: «mi habitación», «mi espacio», «mi tiempo».
Los antiguos buscaban amparo entre sus muros, pero no era para huir del mundo, sino para sostenerlo desde su raíz. Hoy, en cambio, la casa no irradia el orden de la polis, sino que necesita defenderse de ella, por eso es repliegue y encierro: cerramos la puerta para proteger nuestra intimidad, no para custodiar el fuego común.
Hoy demolemos las casas como si fueran solo ladrillos, ajenos a esta historia de siglos que sobre las piedras construimos. La privacidad ha sustituido al rito compartido; el tránsito a la permanencia. Las casas ya no se heredan, se compran, o se alquilan, o se reforman con rapidez, como si lo fugaz y sin historia fuera una moda más.
El mundo contemporáneo nos enseña a desear más la forma que el fondo. Nos entusiasma la eficiencia energética, la tecnología, la pulcritud de los espacios, los revestimientos de lujo, salones de revista. Como si la esencia del hogar se midiera en metros cuadrados o en certificados de sostenibilidad. No en vano, cuanto más dinero invertimos en la perfección material, más vacías parecen las casas de presencia humana.
¿Para qué una casa si solo la usamos para dormir tras jornadas laborales leoninas? ¿Para qué habitaciones infantiles pintadas de colores vivos y llenas de juguetes si los niños pasan el día en la guardería? ¿Para qué cocinas de última generación si el arte de cocinar juntos se ha sustituido por la inmediatez de la comida rápida y ya no compartimos ni tiempo ni espacio?
La casa moderna es flexible, funcional, pero también frágil, como frágiles sus ocupantes: nómadas digitales, sin lazos, mutantes, sin fidelidad y sin memoria. Sin embargo, seguimos buscando lo mismo que Ulises: un lugar que nos devuelva la medida humana.
Con todo, cada nueva casa guarda un resplandor del fuego antiguo en los gestos más humildes: cuando alguien enciende una lámpara al atardecer, cuando se cocina para otros, cuando se escucha una voz que nos reclama. Allí donde alguien cuida, repara, canta o espera, vuelve a encenderse la llama de Hestia.
Puede ser moderna sin dejar de ser antigua. Puede tener muros de cristal, conexión inalámbrica, domótica y, aun así, custodiar algo que no se ciñe al presente efímero, sino a ese tiempo profundo que los antiguos llamaban alma. No se trata de volver atrás, sino de reconciliar memoria y esperanza. Solo es posible habitar un hogar de nuevo desde la memoria del origen, pues la vida emerge y florece entre aquellos que respetan el pasado. De este modo he podido comprender la frase que reza el reloj de la cocina de mi casa, tras la inevitable mudanza: Hogar, donde la vida comienza.
La transformación que requiere la casa no es material, sino espiritual. No regresaremos a un bien únicamente colectivo; tampoco construiremos «hogar» como individuos solitarios persiguiendo quimeras. Ese es el desafío: un espacio sin puertas ni ventanas donde «se unen aquellos a quienes el amor separó: las ventanas se derraman en su corazón y las puertas arden en su cerebro». (Dylan Thomas). Hecha de ruinas y reconstrucciones, de ausencias y presencias, de gestos y alegrías que volverán a ser costumbre, la casa es un nosotros: ese empecinamiento al que llamamos vida.
- Feliciana Merino Escalera es profesora de Humanidades de la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Elche)