Un millón de hermanos
Nuestra sociedad puritana se indigna con las imprevisibles consecuencias de estos abusos, sin considerar que el gran abuso viene de origen y es la tarjeta de presentación continuada y multitudinaria de la industria de la procreación en laboratorio
En 1975 ocurrió un acontecimiento por el que pasan de puntillas los libros de historia, ligado al dial de la radio que acompañaba las tardes de plancha, los kilómetros por cualquier nacional de doble sentido, las jornadas de taller y tantas otras actividades manuales, que son las propias para escuchar música. El protagonista fue Roberto Carlos, un brasileño de voz dulce y serena, ataviado por entonces con prendas flower power, capaz de convertir en himno una canción sencilla, cuya letra pedía «un millón de amigos y así más fuerte poder cantar» (se acepta el hipérbaton). Al escucharla de niño, me angustiaban tantas amistades, que me obligarían a sufrir una cadena ininterrumpida de fiestas de cumpleaños (2.740 al día, a lo largo de doce meses), es decir, montañas de medias noches de chorizo y salami, de jamón de york y de quesito, de ganchitos naranjas y patatas fritas, de porciones de tarta intragable. También piscinas de refrescos y un sinfín de piñatas, con sus consabidos empujones y pisotones para, al final, lograr una paupérrima cosecha de caramelos.
Gracias al Cielo, al juglar no se le ocurrió pedir un millón de hermanos (el vocablo portugués «irmão» no rima con las estrofas que necesitó para concluir su tonada). Así, mi angustia infantil no se agravó ante la consideración de tantísimos retoños de una misma madre y la canción se quedó tal y como la conocemos, con su estribillo pegadizo que es un homenaje a la amistad, que el baladista brasileño consiguió sobrepasar con otro tema, publicado dos años después, bajo el ingenioso título de Amigo, al que siguió uno más, Mi querido, mi viejo, mi amigo. La amistad se hizo su mina de oro.
Nadie tiene un millón de amigos, aunque hay personas que por su extrema bondad podrían permitírselo. Y nadie tiene un millón de irmãos, porque los hijos vienen de uno en uno en el mejor de los casos, y porque la fertilidad de una mujer no suele superar los treinta años. Por tanto, un millón de hermanos no. O sí… No olvidemos los estragos de la FIV (Fecundación In Vitro), capitaneados por donantes de esperma con más éxito en número de pajuelas que un gorrino de granja. La prensa ha desenmascarado a un danés responsable de la paternidad de ciento noventa y siete criaturas (más las que se quedaron por el camino, cifra desconocida). A su vez, la Corte de La Haya tuvo que pronunciarse ante los hijos a paladas de un tal Jonathan M., más de quinientos cincuenta repartidos por toda Holanda, lo que abulta el riesgo de que los frutos inocentes del negocio puedan mantener, sin saberlo, relaciones incestuosas esporádicas o continuadas, con altísimo riesgo de fecundar hijos a los que la consanguinidad provocaría gravísimas taras físicas, psicológicas y psiquiátricas.
El hombre, cuando juega a ser Dios, es capaz de inimaginables barbaries. Es el caso de, al menos (quién sabe cuántos más podrán encontrarse), dos ginecólogos especializados en FIV que, sin informar de la monstruosidad, fecundaron los óvulos de sus clientas con sus propios espermatozoides, sembrando el mundo con 81 hermanos por un lado, con 47 por el otro, si es que su confesión fue completa. Es decir, 128 personas que tienen ciertas posibilidades de compartir casa y colchón.
Nuestra sociedad puritana se indigna con las imprevisibles consecuencias de estos abusos, sin considerar que el gran abuso viene de origen y es la tarjeta de presentación continuada y multitudinaria de la industria de la procreación en laboratorio. Cuando se desvela que uno de estos donantes masivos de esperma ha transmitido un gen con altas posibilidades de mutar en un cáncer temprano y agresivo, se rasga las vestiduras y clama por la inmoralidad en la elección de la abeja fecundadora, pero pasa por alto las pretendidas garantías en la selección escabrosa del niño ideal, mediante espermatozoides que, dicen, transmitirán unas características físicas (raza, tonalidad de piel, color de los ojos y del cabello, rasgos faciales, etc.) e inmunológicas, lo que es una versión moderna de la eugenesia.
La Ley prohíbe compensación económica para el donante, así que todo se queda en un regalito de consolación por el esfuerzo que conlleva acudir una vez a la semana al centro de reproducción, durante un máximo de nueve meses, para masturbarse y entregar la muestra en un bote. En Europa, el premio por dicho servicio puede superar los 3.600 euros, es decir, un buen aguinaldo vacío de conciencia. Si por eyaculación los científicos calculan unos 200 millones de espermatozoides, llegará un momento en el que Roberto Carlos se habrá quedado muy, muy corto.