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TribunaRoberto ESteban Duque

La encarnación del Verbo

La Encarnación abre un horizonte de esperanza al hombre y se constituye en aval y garantía de felicidad plena y eterna, revelándonos a un Dios plenamente implicado en nuestra felicidad

Actualizada 04:30

En el Antiguo Testamento prevalece la experiencia de la lejanía, trascendencia y santidad de Dios, a quien el hombre, finito, mortal y pecador, no puede ver sin morir. Pero, a la vez, aparece la promesa: Dios se dejará ver, su Siervo asumirá nuestro destino y en su rostro desfigurado veremos la gloria humillada de Dios y la sangre vivificadora del hombre. Esa promesa se ha cumplido en la encarnación de Cristo. Ya no sólo podemos oír a Dios sino verle y tocarle: «Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación».

Cristo es el mediador que es verdadero Dios y verdadero hombre. Su persona suprime el abismo que existía entre lo divino y lo humano, en cuanto acontece el misterio de la encarnación, haciendo posible así la relación íntima entre el Creador y cada criatura. De esta manera, el Camino que es Cristo conduce a Dios Padre. Su vida ha trazado una senda y cada individuo, invitado personalmente, es exhortado a seguirla para acceder a una intimidad profunda con el Creador, en calidad de hijo suyo.

Para san Pablo, Cristo es la imagen de Dios y en su rostro reconocemos su gloria, conocemos a Dios y conocemos también al hombre, porque él es el máximo exponente de nuestras necesidades y posibilidades. En el rostro de Cristo ha brillado para los hombres la gloria de Dios, manifestada en la igualdad de naturaleza, la solidaridad de destino con los mortales y su acción redentora. A la vez, en ese rostro ha florecido ante Dios la verdad y la dignidad del hombre. La gloria de Dios y la gloria del hombre se han identificado en el rostro de Cristo; la gloria de Dios abajado a nuestra tierra, la gloria del hombre elevada a la altura misma de Dios.

San Juan transmite la misma convicción: Cristo es el nombre de Dios pronunciado en la historia. La autoimplicación explícita de Jesús en Dios y la implicación explícita de Dios en su ser y actuar son las afirmaciones más profundas de todo el Nuevo Testamento. Para el evangelista ver a Jesús es ver a Dios, creer en Jesús es creer en Dios y amar a Jesús es amar a Dios. El Padre constituye la real identidad de Jesús: «El que cree en mí no cree en mí, sino en el que me ha enviado y el que me ve a mí ve al que me ha enviado».

En el prólogo de san Juan asistimos a la absolutización de Cristo como lugar del conocimiento de Dios: «A Dios nadie le ha visto jamás. El Unigénito que está en el seno del Padre ese nos lo ha interpretado». Él, que es su Palabra, nos ha hablado de él; él, que está en su seno desde la eternidad, nos le ha revelado en el tiempo; él, que le ve cara a cara con una amistad que es filiación, como Logos en el seno del Padre en un cara a cara constituyente, se convierte en el rostro del Padre para los hombres, de forma que viéndole a él vemos al Padre.

El Cristo de Dostoievski es el Dios-Hombre del Evangelio, la Palabra encarnada del prólogo de san Juan, como él mismo lo explica en sus notas a Los demonios: «Muchos piensan que es suficiente creer en las enseñanzas morales de Cristo para ser cristiano. No, no son las enseñanzas morales de Cristo ni su doctrina lo que salvará al mundo, sino la fe en que la Palabra se ha hecho carne […] Sólo en esta fe podemos lograr la divinización, el éxtasis que nos une más cercanamente a Él y que tiene el poder de evitar que nos desviemos del camino verdadero».

«El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros». El hombre sólo puede ser salvado por el Verbo de Dios hecho carne. El cristianismo surge de la afirmación absoluta del individuo por Dios. Cada hombre es de un infinito valor y para él envió a su Hijo al mundo. Así lo afirma san Agustín: «Hombre, despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Por ti precisamente Dios se ha hecho hombre».

Cristo es el único que puede ponerse en el lugar de todos y de cada uno, pues, aunque no compartió la condición de pecado, sí asumió en su carne todo efecto de las tinieblas, toda aflicción y oprobio, toda injusticia. Él se ha dado a sí mismo un corazón de carne, capaz de sentir desde dentro las convulsiones interiores que desatan los cuidados temporales; un corazón capaz de conmoverse ante la tristeza que resulta de la maldad humana. Él es quien invita, poniéndose por entero en el lugar de cada hombre que se siente sucumbir ante la tentación de la caída.

Pero, aunque sea Dios, no atrae a sí desde una grandeza lejana, sino desde la humillación que ha hecho de su existencia, desde el instante de la encarnación, permanente descendimiento y kénosis. Y en este sentido, se muestra precisamente como camino de elevación a través del cual la criatura se une con su Creador. Para alcanzar la promesa de la unión con el Padre, hay que vaciarse de sí mismo, es decir, invertir la tendencia natural del hombre a la autodeificación y el reconocimiento mundano, pues «todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

La Encarnación abre un horizonte de esperanza al hombre y se constituye en aval y garantía de felicidad plena y eterna, revelándonos a un Dios plenamente implicado en nuestra felicidad. La gloria de Dios se nos da no en el poder sino en la impotencia, no en el triunfo sino en la humillación, no en la exigencia sino en el perdón. Lo proclama el Himno de la Liturgia navideña: «Ver llorar a la alegría, ver tan pobre a la riqueza, ver tan baja a la grandeza y ver que Dios lo quería».

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