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Dios nos ha guiñado a través de Francisco

Atila era el «azote de Dios», como se supone que él mismo se había definido cuando un obispo se dirigió a él, cara a cara. El obispo reaccionó con visión sobrenatural: «Bendito el que viene en nombre del Señor». Abrió su iglesia y ofreció su cuello al martirio.

Act. 23 abr. 2025 - 11:51

El Papa

En general, abundan ahora discursos laudatorios hacia Francisco

En alguno de los libros de Peter Seewald —el denominado «biógrafo de Benedicto XVI»— se da detalle acerca de los votos del cónclave del que salió elegido Ratzinger como romano pontífice. Según los datos que él manejaba, Bergoglio fue el segundo más votado aquel entonces. Para poder ofrecer esos números, Seewald debió de contrastar fuentes, lo cual supone que más de dos y más de tres cardenales se fueron de la lengua. Según la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, el cardenal que revelare este tipo de información incurrirá en excomunión automática. La vanidad —la vanidad de pavonearse ante un periodista, en este caso— suele ser la tentación que más acecha al clero. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo, si pierde su alma? «Pero si es por Gales…», apostillaba el Tomás Moro de Robert Bolt y Fred Zinnemann en Un hombre para la eternidad. No obstante, siempre cabe pensar que el cardenal revela esos datos con la autorización del romano pontífice.

Hace un par de años pregunté a un cardenal —había estado presente en el cónclave que eligió a Ratzinger y luego en el que designó a Bergoglio— si el Espíritu Santo desciende como fuego en la Capilla Sixtina y coloca un revólver en la sien de cada prelado de sotana roja —este color simboliza que el cardenal está dispuesto a verter su sangre en martirio. La respuesta a esta interpelación retórica fue, más o menos, la siguiente: «El Espíritu Santo no fuerza a nadie; no puede actuar con la eficacia que se desearía, si no hay disposición previa; para acoger al Espíritu Santo, hace falta querer obedecerlo».

Por tanto, la asistencia del Paráclito resulta más compleja, sutil e irónica de lo que muchos pensarían. Quizá sea un buen modo de conocer a Dios, un Dios sonriente —como bien sabe Enrique García-Máiquez en su Gracia de Cristo—, un Dios que se entromete menos de lo que algunos quisieran. Un Dios que no mandará un meteorito para castigarnos. Un Dios que, respetando nuestra libertad, tampoco se desentiende. La teología intenta explicar este misterio, pero se queda corta.

Termina un papado que deja a la Iglesia en una situación muy diferente de la que había en febrero de 2013. En general, abundan ahora discursos laudatorios hacia Francisco. En parte, porque llevamos bastante tiempo acostumbrados a considerar como santo, idóneo y virtuoso al hombre que se sienta en la sede de Pedro. Sea quien sea. Cada Papa es el perfecto para la ocasión, es un regalo pintiparado de Dios; en términos futbolísticos, la Sede Apostólica sería una sucesión de Messis y Mbappés. Estamos convencidos de que los Borja son cosa de un pasado remoto, y que hoy sólo es posible disfrutar de papas santos. Después de Pío XII, sentimos vivas ansias de canonizar a todos los papas.

Sin embargo, el pontificado de Francisco ha generado un considerable número de críticas. Los aspectos que se le han discutido abarcan áreas muy diversas: desde la actitud ante los abusos sexuales —cabría recordar no sólo el caso Rupnik, sino el portazo con que Hans Zollner abandonó la Pontificia Comisión para la Protección de Menores—, hasta la forma tan personalista de gobernar, el excesivo peso de los jesuitas en el Vaticano, el manejo de cuestiones meramente políticas, la manera de concretar los contornos de ciertos debates morales, o el trato dispensado a determinadas organizaciones eclesiales.

La réplica habitual a este tipo de comentarios suele partir de la convicción de que los actos del Papa son una transliteración de la voluntad de Dios. Lo cual se aplica incluso en situaciones en que un Papa toma una decisión abiertamente opuesta a la de sus inmediatos predecesores, como sucede, por ejemplo, en Traditionis custodes o Ad charisma tuendum. Otras personas, sin compartir este modo de observar la situación, se apresuran a indicar que todo Papa, en tanto que hombre de Dios, recibe objeciones, porque la labor de la Iglesia siempre generará controversia, en especial en épocas de fuerte secularización y alejamiento de Cristo. «Nosotros predicamos a Cristo crucificado; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles», escribió el Apóstol. Visto así, a Francisco lo critican, igual que a Juan Pablo II o Benedicto XVI también los criticaron. Ya sea de una manera o de otra, se trata de reacciones que se empeñan en ofrecer una respuesta fácil, rápida y diáfana. De manual. De argumentario. No hay misterio; si acaso, falta de fe por parte de quienes discrepan.

Llegados aquí, la distancia entre quienes se han sentido muy felices con Francisco y quienes se han sentido postergados o incómodos se antoja insalvable. No habría puente capaz de unir ambas posiciones. Quizá porque se parte de la misma idea: que Dios maneja al Papa como en un guiñol. Pero es probable que los que creen que no han sido mimados durante estos años sean quienes más se hallen en disposición de agradecer a Dios la oportunidad que ha supuesto Francisco. El pontífice argentino los ha sacado de su «zona de confort», les ha otorgado el don de abandonar su aburguesamiento, su cálida postura. Al contrario de cuanto había acontecido con papados más de su gusto, las alteraciones provocadas por Francisco han podido constituir un acicate para replantearse muchas de sus pretendidas seguridades. El trastoque que les ha asestado Bergoglio debiera servir de ayuda; si, por ejemplo, tal entidad eclesial se ve retrocedida a las encrespadas adversidades de los inicios, ¿no es ocasión para un examen profundo de conciencia? La forzada desnudez, ¿no es el instrumento para tocar las llagas, para auscultar la salud de nuestras familias, de nuestros matrimonios, de nuestra oración, de nuestra formación, de nuestra fe?

Durante la Edad Media, se tomó en suficiente consideración lo que Atila había significado para la civilización cristiana. Según se reitera en varias fuentes, Atila era el «azote de Dios», como se supone que él mismo se había definido cuando un obispo se dirigió a él, cara a cara. El obispo reaccionó con visión sobrenatural: «Bendito el que viene en nombre del Señor». Abrió su iglesia y ofreció su cuello al martirio. Sin embargo, ante esta mentalidad cabe aducirse señalando que Dios no manda azotes; bastantes azotes nos damos ya entre nosotros. A través de Francisco, Dios nos ha guiñado.

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