«Se llenaron todos de Espíritu Santo»
Dios no quiere solo nuestro sacrificio, ni nuestras ofrendas, ni un cumplimiento formal de preceptos. Quiere darse a sí mismo
Cincuenta días después de salir de Egipto, el pueblo de Israel recibió, por medio de Moisés, en el monte Sinaí las tablas de la Ley. Era el momento en que Dios sellaba una alianza con su pueblo, y esa alianza quedaba inscrita en tablas de piedra. A partir de entonces, Israel debía cumplir los mandamientos para vivir en comunión con Dios. El centro de la vida de fe estaba en lo que el pueblo ofrecía a Dios: sacrificios, obediencia, culto. Pero esa alianza, aunque santa, era solo una figura anticipada de algo mucho más profundo y definitivo.
También cincuenta días después, pero esta vez tras la Resurrección de Cristo, los discípulos reunidos en el cenáculo recibieron no unas tablas de piedra, sino el don del Espíritu Santo. Y con él, una alianza nueva. No se trataba ya de un código exterior, sino del Amor de Dios mismo entrando en el corazón humano. Como había anunciado el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón» (Jer 31,33).
El día de Pentecostés es el cumplimiento de una promesa milenaria. Dios no quiere solo nuestro sacrificio, ni nuestras ofrendas, ni un cumplimiento formal de preceptos. Quiere darse a sí mismo. El centro de la nueva alianza no está en lo que nosotros damos a Dios, sino en lo que Dios nos da por puro amor: se da a sí mismo, y lo hace desde dentro, derramando su Espíritu en nosotros.
El contraste es claro: en el Sinaí, truenos y relámpagos que provocan un temor reverente; en Jerusalén, lenguas de fuego sobre los apóstoles y gozo desbordante. Antes, una ley externa; ahora, un don interior. Antes, mandamientos grabados en piedra; ahora, un Amor que se graba en las entrañas del corazón.
Y así sucede lo que parecía imposible: hombres frágiles y temerosos se convierten en testigos intrépidos. Los apóstoles hablan en lenguas, sí, pero más aún, hablan en el idioma profundo del alma humana. No se trata tan solo de un fenómeno lingüístico, sino espiritual: por el Espíritu Santo, los apóstoles saben hablar el idioma único que cada corazón necesita para escuchar a Dios. Porque el Espíritu traduce el amor de Dios a cada biografía concreta.
En Pentecostés no celebramos simplemente una experiencia del pasado, sino una transformación radical del presente: la de quienes han descubierto que ya no viven para agradar a Dios desde fuera, sino que Dios vive en ellos por dentro. Y eso lo cambia todo. Porque cuando el Espíritu entra en el corazón, empieza la verdadera libertad: la de los hijos de Dios
- Jesús Higueras es el párroco de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón (Madrid)