La cruz, púlpito del amor de Dios
El cristianismo no expresa una idea abstracta de amor, sino un amor con cicatrices, con llagas, con una historia marcada por el sufrimiento
«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que se salve por medio de él». Con esta afirmación del Evangelio de san Juan se resume el núcleo de la fe cristiana: un Dios que no se queda al margen, sino que entra en nuestra historia y asume hasta el fondo el drama humano. Y lo hace no con discursos de aliento, ni con muestras de poder que impresionan, sino con un gesto inaudito: el amor llevado hasta el extremo de la cruz.
El cristianismo no expresa una idea abstracta de amor, sino un amor con cicatrices, con llagas, con una historia marcada por el sufrimiento. Porque amar de verdad no consiste en protegerse del dolor ajeno, sino en compartirlo. Si el amor no se hace compasión, solidaridad y compañía en la desgracia, es un amor incompleto. El Dios cristiano se nos ha revelado precisamente en el momento más frágil y más humano: clavado en la cruz, sufriendo lo mismo que nosotros sufrimos.
Por eso, para los cristianos, la cruz no es un fracaso, sino una evidencia: ahí se nos muestra hasta qué punto le importamos a Dios. La cruz es, paradójicamente, la mayor predicación que se ha hecho jamás. Ningún sermón, ninguna parábola, ningún milagro llega tan hondo como ese púlpito de madera donde Cristo, en silencio, habló más fuerte que nunca. Su grito no fue de desesperación, sino de entrega: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que celebramos este domingo, no es, por tanto, un gesto morboso de ensalzar el dolor. Es más bien la acción de gracias por la certeza de que no estamos solos en nuestras pruebas. Dios no se desentiende de la herida humana: la ha hecho suya. Y en ese gesto proclama, de manera universal y eterna, la dignidad tan grande que tiene todo ser humano.
Cada vez que trazamos la señal de la cruz sobre nuestro cuerpo recordamos que nuestra vida está abrazada por ese amor. Que la cruz no es un adorno, sino un signo de pertenencias: el recordatorio de que el cristiano no busca un camino fácil, sino un camino verdadero. Y que si el sufrimiento llega —porque siempre llega—, allí mismo nos espera un Dios que ya lo atravesó antes, para abrirnos paso hacia la vida.
La cruz, en definitiva, no es el final de la historia, sino la puerta. Desde ese madero elevado sobre la tierra, Dios nos habla de la manera más humana posible: compartiendo nuestra fragilidad y convirtiéndola en espacio para que suceda la salvación
Jesús Higueras es el párroco de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón (Madrid)