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Vladivostok Alexander Solzhenitsyn, tras un encuentro con estudiantes en Vladivostok (Rusia) en 1994

Vladivostok Alexander Solzhenitsyn, tras un encuentro con estudiantes en Vladivostok (Rusia) en 1994AFP

«Qué fácil me resulta creer en Ti»: la desconocida oración de Solzhenitsyn que precedió el 'Archipiélago Gulag'

El escritor ruso no dudó en afirmar que la principal causa de la revolución comunista, que se cobró cerca de sesenta millones de vidas, fue que «los hombres han olvidado a Dios»

En el corazón del totalitarismo soviético, un hombre se atrevió a formular una verdad que acabaría sacudiendo los cimientos de Occidente: la causa de la tragedia del comunismo en Rusia había sido que los hombres «han olvidado a Dios».

Alexander Solzhenitsyn (1918-2008) no fue solo un premio Nobel de Literatura ni un disidente ruso arrestado por criticar al régimen soviético y condenado a ocho años en los campos de trabajo forzado del sistema Gulag; fue, ante todo, un hombre marcado y transformado por la experiencia del sufrimiento.

Esa vivencia profunda moldeó su fe, que nunca ostentó ni exhibió: como señala una reflexión de La Croix ,«no hacía alarde de su fe; siempre se mantuvo discreto». Incluso en su exilio en Vermont, Estados Unidos, esa fe se reflejaba en su vida cotidiana: el lugar donde escribía albergaba una pequeña capilla, un santuario privado para quien había sobrevivido al «infierno comunista».

«¡Qué fácil me resulta creer en Ti!»

Antes de ser el cronista del horror, Solzhenitsyn fue un capitán del Ejército Rojo, marcado por el orgullo y la arrogancia de quien cree dominar su destino. Pero el Gulag, ese sistema diseñado para convertir a las personas en «desechos», operó en él un milagro inesperado. Fue allí, entre la delación y la tortura, donde inició su «purificación», una confesión de sus propias flaquezas que muchos comparan hoy con la de san Agustín.

En 1963, diez años antes de que el mundo leyera Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn plasmó su rendición ante lo Divino en un texto breve titulado simplemente 'Oración'. En ella, el hombre que vio cómo intentaban «enterrarlos vivos» descubrió que siempre existe la posibilidad de la elevación, de esos «pensamientos raros pero sublimes que nos empujan hacia el cielo», como explica Georges Nivat, especialista en el pensamiento ruso.

Oración de Solzhenitsyn

¡Qué fácil me resulta vivir contigo, Señor! ¡Qué fácil me resulta creer en Ti!

Cuando, en la perplejidad, mi espíritu se oculta o se doblega, cuando los más inteligentes no ven más allá de esta tarde, y no saben qué es lo que habrá que hacer mañana, Tú me infundes la serena certeza de que Tú existes y de que Tú velas para que todos los caminos del bien no estén cerrados.

Sobre la cresta de la gloria terrestre, contemplo con asombro este camino a través de la desesperanza. Este camino en el que, incluso yo, he podido enviar a la humanidad un reflejo de tus rayos.

Todo lo que sea necesario que yo refleje todavía, Tú me lo concederás. Y todo lo que yo no consiga reflejar, Tú lo asignarás a otros.

Vivir sin mentiras

Esta oración no es el ruego de un hombre derrotado, sino el agradecimiento de quien ha alcanzado una «serena certeza» en Dios incluso en medio del caos. Solzhenitsyn comprendió que, aun cuando el ser humano es capaz de sufrir actos de barbarie, su respuesta puede seguir siendo la de volver a contemplar la eternidad a la que está llamado y la posibilidad de elevarse a través de los mínimos actos de compasión. De ahí su convicción de que «a nadie en la Tierra le queda otra salida que hacia arriba».

Ese convencimiento cristalizó más tarde en el núcleo de su pensamiento, resumido en cuatro palabras rusas —JIT’NE PO LJI—: «No vivas en la mentira». Desde esa premisa, criticó con dureza el materialismo y la mediocridad espiritual de Occidente, advirtiendo que el ser humano pierde el sentido de su vida cuando desplaza a Dios del centro y se coloca a sí mismo en su lugar.

El error de raíz: el hombre en el lugar de Dios

Precisamente eso fue lo que el disidente soviético se atrevió a señalar en su célebre discurso en la Universidad de Harvard en 1978. Aquel 8 de junio, Solzhenitsyn tomó la palabra para compartir una verdad que, como él mismo advirtió, «raras veces es dulce y casi siempre resulta amarga».

Con la pluma afilada de quien ha conocido el abismo, el Nobel ruso diseccionó un mundo que creía estar sano, pero que a sus ojos agonizaba en una crisis espiritual sin precedentes. Como bien recordamos de su trayectoria, el escritor ruso «no hacía alarde de su fe», pero en Harvard esa fe fue el cimiento de una de sus críticas más fuertes. No hablaba solo como un exiliado político, sino como un hombre que tras sobrevivir al Gulag veía con espanto cómo Occidente se desmoronaba desde dentro.

En un momento de su discurso denunció el «humanismo racionalista» o antropocentrismo, esa cosmovisión que nació en el Renacimiento y que situó al hombre como centro de todo lo existente. Solzhenitsyn explicó que este sistema proclamó la autonomía del hombre de cualquier «fuerza superior a él», negando la presencia de malicia en nuestro interior y enfocándose únicamente en la felicidad terrenal.

En sus palabras ante los graduados, dejó una advertencia: «Occidente ha asegurado los derechos del hombre hasta con exceso, pero ha perdido por completo la conciencia de la responsabilidad del hombre ante Dios y la sociedad». Señaló que tanto el capitalismo occidental como el comunismo oriental comparten una raíz común: el «materialismo ilimitado» y la carencia de responsabilidad religiosa. El comunismo, decía citando a Marx, no es más que un «humanismo naturalizado», y ambos sistemas, al olvidar el espíritu, terminan por pisotear la vida interior del ser humano.

Al final, la «amarga verdad» de la que el Nobel advirtió a los graduados de Harvard no pretendía ser una sentencia de muerte, sino un mapa de rescate para una civilización desnortada. Frente a una sociedad que se asfixia en la «inhumana quietud jurídica» y el «egoísmo de la ideología materialista», Solzhenitsyn recuerda que la vida no es un mero derecho al placer, sino una misión de «ascensión moral» que puede aspirar «a algo más elevado, más cálido, más puro que lo que nos puede proponer la actual existencia de masas occidental».

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