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19 de abril de 2024

cartas de la riberaArmando Zerolo

La nana de Hombres G

Los Hombres G han visto en la cara del público al niño de cuna que reclama su derecho «a pasárselo bien»

Actualizada 11:12

Yo creía que la única forma de que Hombres G sobreviviesen al fin de siglo era intentando perpetuarse en una portada de Teleindiscreta o en la carpeta de una adolescente forrada de fotos de David Summers, que no durarían más que la espuma de una caña mal tirada en las fiestas de agosto. Y la realidad es que estamos en 2022, ellos siguen ahí, Teleindiscreta no llegó a ver el nuevo milenio, y la carpeta de esa niña que hoy lleva tirantes, pelo cano y zapatillas bailongas en La Mudarra, no pasó de curso. ¿Por qué ha sobrevivido entonces lo que parecía una moda pasajera?
El domingo pasado lo comprendí en La Casa Grande de la Mudarra, en una casa que es un jardín para encontrarse, un ciprés para señalar, piedra vieja para recordar, una familia para acoger y Guillermo para reunirnos. Comprendí que Hombres G en verdad cantan nanas para niños mayores. Que la letra inverosímil del marcapasos de Marta, los polvos picapica, o el jersey a rayas, son los susurros que se cantan a los que se agarran a los barrotes de la cuna para no caer en el sueño oscuro.
Hombres G son a la música lo que las nanas a la poesía. La nana es la poesía más difícil de componer porque tiene al público más exigente. No hay veredicto más implacable que la sencillez del niño que se resiste al sueño, porque en él no hay rendición sino derrota. El sueño vence y la razón no le convence. Al niño se le derrota con el canto suave que nace de la paz prometida, de la dulzura del corazón, de la alegría cierta, sin fisuras. En la nana no vale el engaño del estilo ni la hipocresía de las palabras altisonantes, no se pueden usar tambores para llevarnos a golpe de remo. O transmiten la paz que el niño necesita para dormirse, o no funcionan. No hay ni trampa ni cartón. El sueño es sagrado y el niño no perdona. Quizás por eso los columnistas mirábamos embobados, pensando «era eso, era eso».
Me lo explicaba Chapu Apaolaza. Me decía que tenemos derecho a pasarlo bien, que lo importante no es arrimarse al toro, sino sentir el miedo, porque el miedo es lo que posibilita el milagro. Que el cuerno afeitado de la vida a veces nos quema la pernera, pero solo para recordarnos que los dioses viven porque existe la muerte. Que los versos más dulces se escriben con Betadine. Y esto me lo decía con una sonrisa de oreja a oreja, mientras saltábamos como críos, bebíamos la cerveza a la que me había invitado, y David Summers cantaba.
No creo que ni mi pluma ni mi ego se detuviesen ante la alegría sagrada del lector, que suavizase mi canto delante del bebé, pero ellos sí. Hombres G han sabido detenerse donde empieza el misterio. Lo decía Peláez, hay que ser muy generoso para no reinventarse y darle a los tuyos «lo de siempre», como los buenos camareros. Han visto en la cara del público al niño de cuna que reclama su derecho a pasárselo bien. Es el único derecho que no se reivindica, que no conoce parte contraria, ni culpa ni culpables. Y si no te lo pasas bien, ajos comes.
Así es el público que se han ganado los Hombres G. Niños de cuarenta, cincuenta e incluso veinte. Niños cultos que no convierten el presente en una batalla por la victoria futura, adultos que ejercen su derecho a pasárselo bien.
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