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29 de marzo de 2024

noches del sacromonteRichi Franco

Y Dios, ¿para qué quiere otra Navidad?

Ya sabemos qué esperamos nosotros de la Navidad, pero ¿ y Dios? ¿Qué espera Dios de estos días?

Actualizada 12:57

Antes de que pase otra Navidad sin pena ni gloria, o nos pasemos de frenada y nos pongamos a mirar las ofertas de huida piadosa para Semana Santa, vamos a intentar sentar un precedente, no sé yo si dado antes por sentado en la prensa española o en la mundial.
Porque nosotros ya sabemos todo lo que hay que saber sobre cualquier cosa, también sobre la Navidad. Lo nuestro es saber o hacer que sabemos qué sucede en la vorágine de estos días de interminables comidas, de toma y daca de regalos y cotillones de exagerada épica etílica y escasa lírica amorosa.
Ya sabemos qué sucederá durante estos días como en esas escenas vistas ya mil veces del cargante qué bello es vivir, aunque depende para quién y según los barrios y los clanes. Pero en ese 'saber' demasiado bien, raramente reparamos en qué es realmente la Navidad, si es que alguna vez supimos lo que era, aparte de un eterno retorno invernal con forma de monstruo lumínico sobrevolando las calles, cegador y ruidoso como los prejuicios que nos impiden ver más allá de su rugido y que espantaría al mismísimo niño Dios.
Como ya sabemos «lo que pasa estos días», y como ya creemos saber qué es el cristianismo, miramos con total dejadez los detalles de la celebración, haciendo de esta fecha un gesto más que no tiene novedad alguna, aunque sigamos sacando el misterio de sus cajas viejas y sigamos montándolo y desmontándolo cada año para continuar el paripé de las costumbres occidentales, con el precio del cordero sensiblemente engordado.
Pero, ¿ y Dios? ¿dónde está? ¿qué hace Dios en Navidad a esta hora? ¿para qué quiere Dios celebrar otra Navidad, si ya se encarnó, resucitó y no parece que lo necesitemos mucho?
Pues Dios, mientras tanto, en esa parte invisible de la realidad que es la Eternidad, sí mira los detalles, sí sabe qué se celebra y anda algo impaciente en medio de los consensos democráticos sobre el posible o imposible alcance de la felicidad o para alcanzar, al menos, cierta calma en las cenas familiares donde se firman treguas sobre un mantel manchado de vino.
Dios, en la Eternidad, que está aquí mismo, se muestra impaciente, tan impaciente como para romper las leyes del aburrimiento y las buenas formas en los discursos con los que perdemos la vida intentando tener razón; tan impaciente como para querer venir a responder a una pregunta que raramente nos hacemos.
Porque Él sí ve y sí sabe. Él sí ve y escucha ese rumor doloroso y callado de los corazones desangrándose sobre el altar de la abúlica repetición de otra Navidad más, y su obligada cara de satisfacción ante el cacareo de los presentes y el silencio de los ausentes.
Él sí conoce esa espera profunda de la que venimos hablando por entregas; esa espera que no confesamos a nadie aunque cada gesto, cada mirada y cada recuerdo busquen a alguien de quien fiarse, alguien que no sea uno mismo ni el charlatán de turno que nos distrae con un nuevo dilema social irresoluble y que, además, no responde a la pregunta sobre dónde está el amor y la alegría perdida y dónde están aquellos que nos faltan, estén vivos o muertos.
Por eso, Dios necesita más que nosotros mismos la Navidad, precisamente porque sabe que necesitamos algo más que palabras, algo más que sentimientos bonitos, arreones de voluntad revolucionaria o evocaciones sublimes y desencarnadas de una bondad y una justicia que nunca hemos tenido.
Dios es más consciente que nosotros de nuestra necesidad de alguien real ahora, alguien presente ahora, alguien sediento ahora de esa espera que crece y se expande en el vacío inconfesable de nuestras almas. Ese vacío como el de una noche en Belén, la insignificante Belén de Judea; pequeña como nuestra pobre vida y sometida al poder de otro imperio llamado a desaparecer bajo el polvo del tiempo y la indiferencia de unos hombres que esperaban a un Mesías, y al que no supieron reconocer, quizá, por exceso de conocimiento o de costumbre. Exactamente, como nos puede suceder a cada uno de nosotros. Así que, Feliz Navidad. Feliz Navidad en la medida infinita de lo Imposible hecho carne para saciar el hambre de afecto que se desvela en la melancolía, y del que nunca hemos sido muy conscientes, nosotros que vamos por el mundo creyendo ya saberlo todo.
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