Siete consejos de santa Teresa para toda la semana
La doctora de la Iglesia, ejemplo de tenacidad y reflexión, nunca se amilanaba en la acción, se exigía y revisaba los progresos, sabiendo que el mérito no era suyo

Buenos mimbres.
Para comprender la vida de la santa de Ávila, se puede acudir a varias biografías —como la de Marcelle Auclair—, dentro de las cuales destaca, sin duda, la que Teresa misma escribió. Y en las primeras páginas, además de la constante humildad —no se arredra a la hora de humillarse a sí misma—, nos cuentan cuáles son algunos de los mimbres con que edificó su personalidad y su obra. La humildad no sólo le sirvió como retórica de captación de benevolencia, sino que era el prisma como prefería observarse. No era una humildad paralizante, sino que, en muchas ocasiones, recordaba a aquel clásico gentil de «recuerda que sólo eres un mortal».
El inicio de su autobiografía se refiere a la importancia de los padres: «el tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, para ser buena». De su padre destaca la afición a las lecturas de calidad, rasgo que ella heredó, pues se convirtió en «amiguísima de leer buenos libros». También le marcó en el alma la aversión que su padre tenía a la idea de poseer esclavos, y el buen trato que brindaba a los pobres, los enfermos y los criados. De su madre, la piedad, la devoción a María y a los santos. Asegura Teresa: «tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él … No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer». Explica: «quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que, como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar, así en el Cielo hace cuanto le pide».

Afrontar las contradicciones.
Uno de los aspectos que mejor define a Teresa sería eso que hoy llaman resiliencia. A lo largo de toda su vida se topó con obstáculos, con reveses que habrían hecho desistir a la mayoría. Sin embargo, su constancia la empujó a seguir adelante siempre. La abulense se quejaba de que Cristo trata mal a sus escasos amigos. Dice al comienzo de Camino de perfección:
«Como me vi mujer, y ruin, e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor —y toda mi ansia era, y aún es, que, pues tiene tantos enemigos, y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos—, determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos».
Asimismo, en los primeros epígrafes de su autobiografía explica que las monjas de su convento se horrorizaron ante la espeluznante enfermedad que ocasionó la muerte a una de ellas. Pero Teresa asumió aquello de otra forma: «yo veía a todas temer aquel mal; a mí hacíame gran envidia su paciencia». De aquel sobrecogedor trance, Teresa optó por imitar la manera como su compañera de convento había afrontado la grave dolencia y el paso a la otra vida.

Confesión frecuente y completa.
Teresa habla de la necesidad de contar con un confesor fiable, exigente, que no tenga demasiadas cosas que tolerarse, de modo que no reste importancia a los pecados. A lo cual añade:
«Creo que todos los hombres deben ser más amigos de mujeres que ven inclinadas a virtud». Y nos dice: «Siempre era muy amiga de confesarme a menudo», «nunca dejé de confesar cosa que pensara que era pecado, aunque fuese venial». Asegura que tomó como criterio firme para su vida no estar «ni un solo día en pecado mortal».

Disciplina.
Sus Avisos son elocuentes y muy aplicables a nuestras redes sociales, por lo general tan exentas de prudencia: «La tierra que no es labrada, llevará abrojos, y espinas, aunque sea fértil; así el entendimiento del hombre … Nunca porfiar mucho, en especial en cosas que va poco … Hablar a todos con alegría moderada … Nunca hablar sin pensarlo bien, y encomendarlo mucho a nuestro Señor … Nunca afirme cosa sin saberla primero … Nunca se entremeta a dar su parecer en todas las cosas, si no se lo piden, o la caridad lo demanda … Jamás haga cosa que no pueda hacer delante de todos … Con todos sea mansa, y consigo rigurosa».

Audacia.
Las cartas de Teresa a Felipe II son ejemplo de tenacidad pragmática. Para solventar los problemas y maledicencias que le sembraban unos y otros, se dirige directamente al rey, y le pide ayuda y protección. Son epístolas breves, prácticas, directas. Indica al soberano que ella reza por él, que ella es sólo una sierva indigna, y siempre refiere a la persona que es de su confianza, para enmendar los problemas. Por término general, evita habla mal de otros.

Entrega.
Teresa coloca, entre los cimientos de la vida en comunidad y de la vida cristiana, el amor —«amaros mucho unas a otras»—, la pobreza y la humildad. Exhorta:
«No hay cosa enojosa que no se pase con facilidad en los que se aman». Aunque sus indicaciones parecen hechas para la vida de clausura, su perspectiva es del todo asumible para quien habita en el mundo seglar:
«No consintamos, ¡oh hermanas!, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino del que la compró por su sangre». Por eso, plantea este ideal: «Es esta casa un Cielo, si le puede haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios nuestro Señor».
