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27 de abril de 2024

Pablo cervera y juan rosado

Lo que todavía seguimos debiendo a Marko I. Rupnik

Ojalá los católicos sigan profesando su fe ante los mosaicos repartidos por todo el mundo, orando por Rupnik, por aquellos contra los que Rupnik y cada católico hayan pecado, y por la Iglesia universal

Actualizada 04:30

Vistas las noticias de las últimas semanas, a algunos les podrá parecer escandaloso llegar a plantear la siguiente idea: que los católicos seguimos debiéndole mucho a Marko I. Rupnik. Pero los mismos que se escandalizan tendrán que poner a prueba la veracidad de su propia experiencia espiritual, que en buena medida, lo quieran o no, llegó a ser posible gracias al servicio del artista y del Centro Aletti. Por desgracia, la actitud de los católicos ante el llamado caso Rupnik sorprende y mucho, especialmente por su pésimo sentido eclesial.
La primera cosa sorprendente es la manera en la cual la prensa católica se ha prestado al juego del enredo, ofreciendo información más bien confusa —veraz o no, a pesar de tanta confusión, lo juzgue cada cual— sin ningún tipo de criterio ni de responsabilidad. Sin espíritu claustral y sin nobleza, la prensa católica se ha convertido en un patio de teólogos envilecidos, entretenidos en curioseos y en relatos policiacos para asuntos que les sobrepasan por completo, en ausencia de una sentencia concluyente por parte de la Iglesia. En la prensa católica hay, además, como un extraño disfrute por ventilar los males de la Iglesia, pero con la incapacidad de interpretarlos sub specie Christi venturi, en la espera de la venida del Señor.
Entre toda esta confusión, ¿nadie se ha parado a pensar que el gran dañado es el pueblo cristiano? ¿Acaso la prensa católica no se da cuenta de que está sembrando la semilla de la desconfianza y del odio en el alma del creyente que se acerca a un mosaico (que realmente es una obra sagrada) obstaculizando un encuentro verdadero con Dios?
Otra cosa enervante es la incapacidad de la comunidad católica de volverse una unidad aún más compacta y unida, cuando la crisis se cierne sobre uno de sus miembros. Allá por el siglo II, san Ignacio de Antioquía recomendaba: «Poned, pues, empeño en reuniros más estrechamente para rendir a Dios acciones de gracia y de glorificación; porque cuando vosotros os reunís con frecuencia, las potestades de Satanás son abatidas y su obra de ruina destruida por la concordia de vuestra fe» (A los efesios, XIII). Los católicos no siempre comprendemos que la vida de la Iglesia es una. Ignorando esa vida, es fácil trazar la línea de una moralidad abstracta, entre «ellos» y «nosotros», puros e impuros. Esto no significa relativizar ninguna obra mala; al contrario, su consecuencia es un aumento del fervor, de la sobriedad, de la atención y de la vigilancia. Si lo acusado a Rupnik al final resulta cierto, igual de cierto es el principio escrito por Benedicto XVI en Spe Salvi: «Nadie peca solo, nadie se salva solo». Si yo pertenezco a la Iglesia, todo el mal de la Iglesia está dentro de mí. Sea la violencia, la calumnia o el vicio, lo que cae sobre un bautizado, cae también sobre mí. Habría sido de esperar que, ante la crisis generada en torno a una de las vanguardias de la Iglesia (culpable o no), se hubiera exhortado a aumentar la temperatura espiritual, con el ayuno y la metanoia de cada creyente, con el fin de poner a la luz el bien real de la Iglesia, manifestado en el bien particular de su miembro en crisis. Hacía falta un gran esfuerzo sapiencial para responder, mediante todo el bien que Rupnik ha ofrecido a la Iglesia, al mal que el propio jesuita esloveno haya podido cometer.
Marko Ivan Rupnik

Se da la «casualidad» de que la concepción comunional de la Iglesia ha constituido la enseñanza fundamental de Rupnik y del Centro Aletti, a través de sus publicaciones, de sus predicaciones y de su arte. Y es precisamente esto lo que ahora muchos católicos quieren poner en cuestión, es aquí donde se siembra la desconfianza para el corazón de quien recibe toda esta tradición custodiada durante décadas. Algunos, con gran mezquindad, han sugerido la imposibilidad de acercarse a al arte y a la enseñanza del Centro Aletti. No saben que así se sentencian a sí mismos: han perdido la mirada humilde, que todo símbolo exige para ser abierto.
Sin embargo, la cuestión es más grave, porque no se trata de que la belleza de una obra artística pueda empañarse por motivos morales. De lo que se trata es de que esa belleza y la palabra que revela sean verdad. Lo que los católicos no advierten es que la manida «falta de credibilidad» se vierte hacia la posibilidad misma de evangelización. ¿Dónde están poniendo los católicos el criterio para discernir si una evangelización puede ser asumida como verdad?
Es superficial decir que el arte de Rupnik pueda «gustar» más o menos: el arte de Rupnik es verdad, porque es eclesial. Sabemos bien que su arte no es mero decorativismo, sino la proyección de la interioridad del espacio sagrado. Como en la tradición de la iconografía o del románico, su arte no se debe a la intención individual de un genio inspirado; más bien sigue el principio del anonimato, anonimato espiritualmente entendido. Como sucede con la obra vital de cada cristiano, Rupnik no ha hecho arte para la Iglesia, es la Iglesia quien ha hecho arte para Rupnik y para todos. Y Rupnik ha sabido testimoniar esta conciencia profunda de la Iglesia, que toca las fibras de la memoria de tantos creyentes. En un siglo en el que a las generaciones jóvenes se nos quiso formar con una teología setentera y de tebeo, Rupnik se ha atenido exclusivamente a conceder al creyente la posibilidad de vivir de los símbolos que realmente pertenecen a la Iglesia. La oportunidad de sentirse acogido por el Pantocrátor dulcemente sonriente, no por un Dios enclenque. La oportunidad de acoger una dignidad regalada, la dignidad de pertenecer a la Jerusalén celeste, de santos y de pecadores, a diferencia de cualquier «opción social». La oportunidad de acoger la misericordia de un Cristo que desciende a cada infierno, para que nada en el hombre se pierda, en lugar de intentar unirse imaginariamente a un Dios desconocido. La oportunidad de descansar en un templo envuelto en oro acrisolado por el fuego de la oración y de la liturgia, en lugar de un templo tan gris y lúgubre como nuestras almas. La oportunidad de volver a entrar en iglesias en las que todavía hay Ángeles protectores, que sirven y anuncian, a pesar de una cultura que hace trizas al misterio. La oportunidad, en fin, de asemejarse a la lógica nueva del Cordero humilde, violable pero no violento, que pone a cada uno en el camino de la ascesis y del arrepentimiento. No es extraño, por cierto, que un arte así y su anuncio del Evangelio hayan sido acogidos con más entereza por quienes han sufrido en los hospitales que cuentan con capillas hechas por Rupnik, que no por los católicos sabios y entendidos.
Para un católico, la medida con la que juzgar a una persona y a su obra no ha de ser unívocamente moral-jurídica, sino eucarística. Lo enseña san Ireneo de Lyon: «Nuestra manera de pensar está de acuerdo con la Eucaristía, y la Eucaristía a su vez confirma nuestra manera de pensar» (Contra las herejías, IV, 18, 5). El arte de Rupnik ha seguido este precepto, por eso es realmente integral, en la medida en que es capaz de asumir en su interior la máxima negación de la belleza y de la creación, que esto es el mal, ofreciéndolo no en su inmediatez, ni con máscaras, sino en una versión nueva, según la salvación de Cristo. ¿Por qué? Porque su arte, arte pascual, es una memoria del bautismo. Todo cuanto contradiga a la vida de Dios y del hombre redunda en lo acontecido en el bautismo: lo que importa es que precisamente en la inmersión en la oscuridad permanece siempre encendida la llama de la Pascua, que cada cual podrá aceptar o rechazar. Hay que saber permanecer ahí para entenderlo.
Gracias a esta realidad fundamental, el arte y la enseñanza de Rupnik, aunque exijan una purificación continua, resisten a las acusaciones levantadas contra él, sean confirmadas o no. Por lo demás, nada más natural para él, cuando en su enseñanza sobre la eclesialidad siempre había sostenido que aquello que más le pertenece a un creyente es aquello que no procede de él, o sea, lo máximamente acogido. Por eso durante estos años Rupnik y el Centro Aletti han enseñado un concepto fundamental para la vida espiritual, por desgracia casi siempre olvidado: que la libertad ante todo consiste en llegar a verse liberado de sí mismo. Durante estos años, Rupnik enseñaba que todo cuanto pertenece a Cristo y a su Iglesia nos pertenece a cada uno de nosotros, a mí también, para el bien y para el mal. El arte de Rupnik es mío, porque es de la Iglesia, y siendo de la Iglesia también es de Rupnik. Repito: esto se entiende en términos eucarísticos, no jurídicos. Y esta es la versión de Rupnik que la Iglesia, descendiendo con Cristo hasta cualquier infierno posible, debería estar afanándose por salvar. Ahí el arte de Rupnik se manifiesta como verdad.
Rupnik también ha enseñado que el arte cristiano, como el amor, no es formal, ideal, ni imaginado, sino: pascual. En esa lógica, irremediablemente sucederá con los mosaicos de Rupnik exactamente lo mismo que sucede con un fresco románico que ha sufrido el deterioro del tiempo, que ha sido despojado del conjunto del templo o que ha sido invadido por otro estilo: quizá solo quedarán fragmentos, pero en ellos permanece intacta una mirada que nos sigue allá a donde vayamos, en la esperanza en que también nosotros seamos transportados a un mundo superior.
Ojalá los católicos sigan profesando su fe ante los mosaicos repartidos por todo el mundo, orando por Rupnik, por aquellos contra los que Rupnik y cada católico hayan pecado, y por la Iglesia universal.
  • Juan Rosado es doctorando en filosofía por la Pontificia Universidad de Comillas.
  • Pablo Cervera Barranco es traductor de Marko Rupnik.
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