El nuevo Papa, obligado a ser muy romano y muy pontífice
Un Papa ha de padecer con paciencia y sagacidad que los príncipes de este mundo quieran seducirlo o secuestrarlo para forjar un papado profano y acomodaticio
El cambio de un papado a otro suele analizarse en diferentes capas, y a menudo con una conclusión prefijada; hay quienes quieren remarcar únicamente los aspectos continuistas, mientras que otros desean observar rupturas y revoluciones. En cierto modo, quizá tras esas maneras de mirar hacia la Santa Sede y de interpretar a su cabeza visible, subyace una percepción poco consciente acerca de la doble realidad de la Iglesia, una entidad espiritual que se define como Cuerpo místico de Cristo, Esposa de Cristo.
Una organización que —como la sierpe de la que hablaba Jesús— tiene la tripa pegada suelo, al polvo de la tierra, y debe ser astuta e incluso taimada, pero que también —siguiendo las mismas palabras del Nazareno— ha de ser como la paloma que vuela al cielo y es cándida e impoluta. La serpiente recuerda al Enemigo que tentó a Eva, y la paloma al Paráclito que bajó al Jordán cuando el Bautista se encontró con Cristo y que, después de la ascensión, irrumpió como fuego en aquella estancia cerrada donde los apóstoles evitaban el mundo. «No temáis; yo he derrotado al mundo», dice el Señor.
Se trata, a fin de cuentas, de un reflejo del trigo y la cizaña de que está compuesto este mundo y el alma de cada uno de nosotros. La Iglesia, en tanto que peregrina, camina hacia la Nueva Jerusalén, y acá se sabe exiliada, porque está en este mundo, pero no es de este mundo. Un exilio que, no obstante, no significa indiferencia ante los problemas del mundo, como ha sido evidente a lo largo de la práctica totalidad de los pontificados.
La Iglesia ha aportado a la humanidad instituciones como universidades, orfanatos y casas de acogida, hospitales y hospederías. Ahora toca el turno a volver a reflexionar sobre la relevancia del trabajo, la formación profesional, la creación de riqueza, el salario con que sostenemos la sociedad y formamos familias. La Inteligencia Artificial, de la que ya ha hablado León XIV, y que conecta con la «ecología humana» de que han hablado los Papas previos.
Este complejo arte de vivir plenamente en el mundo sin ser mundanos se cimienta en la íntima convicción de que, siendo cuerpo y alma la unidad esencial constitutiva de lo humano, no puede el cuerpo subsistir sin el alma, si bien el alma sí subsiste sin el cuerpo, aunque incompleta en su ser personal y en espera de la resurrección de la carne. La milenaria civilización del Mediterráneo observa y vive con naturalidad estas complejidades, y quizá ese sea el motivo por el que Roma lleva, desde Pedro, funcionando como sede primada de la Iglesia universal. Aeternum caput mundi.
Roma, saqueada por Alarico, ocupada por Odoacro, sometida a Bizancio, asolada por las tropas del emperador Carlos —cansadas de no recibir la nómina—, abatida por el ejército de Napoleón I, desprotegida tras la salida de los soldados de Napoleón III, bombardeada, derrotada y despojada por el general Cardona, pisoteada por Mussolini, invadida por la Wehrmacht. La vida es un arte, como bien saben los romanos. Por eso, Juan Pablo II sabía que debía hacerse romano para ser Papa: «se mi sbaglio, mi corrigerete!».
La vocación habitual de un romano Pontífice es la del equilibrio. Por eso, ha de ser pontifex «puente»; puente entre tradición y actualidad, en Cristo y los cristianos, entre laicos y clérigos, entre vida consagrada y vida secular, entre dogma y misericordia, entre latín litúrgico, griego neotestamentario y lenguas modernas, entre los obispos a un lado y a otro lado del planeta. Y por eso ha de ser muy romano. Ha de sentirse vecino del Trastévere, de Parioli, del Giardino degli Aranci, de Pietralata; al nuevo Papa no le será difícil gracias a las prolongadas etapas en que ha vivido en Roma.
Un Papa ha de padecer con paciencia y sagacidad que los príncipes de este mundo quieran seducirlo o secuestrarlo para forjar un papado profano y acomodaticio. Diplomacia, catecismo, firmeza —no tanto la del roble, sino la del bambú, o la de la roca que asienta el suelo— y oración son sus armas. Y, además, un Papa debe recordar que Pedro negó a Cristo tres veces después de que lo apresaran; un Papa habrá de saber cómo se llora amargamente.
El nuevo Papa habrá de precaverse cuando lo alaben los que quieren cambiar la Iglesia —los que buscan bendecir aquello cuya naturaleza es contraria al plan de Dios, los que niegan que «al principio, los creó Dios varón y mujer», los que intentan la confusión entre política y criterios morales, los que predican que el Reino de Cristo es de este mundo. Su experiencia, como cabeza de la Orden de San Agustín, como obispo en Perú, como prelado con encargos que requieren convicción y tacto, le servirá de ayuda.
El nuevo Papa, tan americano del Norte como el Sur, tan angloparlante como hispanoparlante, indagará en las diferentes maneras de respirar y asimilar dentro de la Iglesia, y habrá de tener tacto para cribar las objeciones legítimas. Algo que ha estado muy vivo en los últimos años, y que hoy implica distancias amplias en el seno del catolicismo.
El Papa deberá revisar qué cambios recientes obedecen a meras decisiones particulares, a simples juicios de personas concretas, y cuáles se encauzan dentro de la tradición de la Iglesia, dentro del Derecho, y con delicado respeto a quienes se ven afectados y deben ser conscientes de que se los escucha, de que se cuenta con ellos para las alteraciones que resulten necesarias para el bien de las almas.
El nuevo Papa ha de echar la vista atrás para enderezar el trecho hacia delante, continuando los pasos correctos y enmendar los errados. De hecho, ha mirado a un Papa del siglo XIX —el primero que no fue soberano de los milenarios Estados Pontificios— para hallar su nombre papal; se fija por vocación en uno de los Padres de la Iglesia que, siendo africano, asienta las raíces de Europa y ayudó a transitar el paso de la Antigüedad tardía a una Edad Media que aún no se terminaba de columbrar. Un santo de Hipona y de Tagaste que vivió el trance que se supone ser humano, ser pecador, existir en crisis, en conflicto de lo pagano y lo cristiano, lo viejo y lo nuevo, la Ciudad de Dios y la del hombre; y con una certeza que es lo que asienta la navegación: la redención de Cristo y la mirada mariana.
El nuevo Papa habrá de ayudar a todos los católicos a ahondar en visión sobrenatural —san Agustín y su lectio divina sigue siendo un referente elemental—, y deberá ser muy consciente de que la Iglesia y la sociedad van hacia un modelo laical con menguante protagonismo de muchas órdenes religiosas —quizá León XIV lo conozca con más matices y mejor que nosotros—, algunas en vías de extinción a pesar de su ingente patrimonio —no siempre bien administrado.
Como cristiano de una generación que ya ha asimilado el Concilio Vaticano II, el nuevo Papa tendrá que preocuparse mucho por la formación moral, teológica, bíblica, antropológica de los laicos, principales responsables de la recristianización de Occidente desde hace décadas. No deberá, por tanto, limitarles su desenvolvimiento organizativo ni jerárquico, sino confiar en ellos, pueblo sacerdotal. Y también deberá León XIV asumir que una gran mayoría de sacerdotes católicos hoy ya poco tiene que ver con aquellos de hace medio siglo; él mismo pertenece a una etapa biológica distinta de la de sus predecesores. Ahora vuelven a vestir de sotana o clergyman, retornan a Tomás de Aquino y a los Padres de la Iglesia, se empeñan en recuperar la ascética, Aristóteles y Homero, y no dejan de vivir en el presente.
Por eso citó en su primera misa como Papa a san Ignacio de Antioquía. Por eso lo primero que dijo desde el balcón de san Pedro fue un discurso litúrgico, de celebración de la misa: «la paz esté con vosotros». Y, como él mismo explicó a continuación, es lo que dice Cristo resucitado, base de la fe. Porque la misa, la liturgia cuidada, es revivir a Cristo, repetir sus palabras, su plegaria al Padre, su sacrificio salvador. Una alocución, revestido con roquete, con muceta, con estola, que demostraba que León es pontifex.
El nuevo Papa —que ya ha demostrado su madura y honda devoción a María— deberá pedir que todos los católicos sean profundamente devotos del Espíritu Santo, que inspira, pero no obliga, y que quizá tampoco tenía un candidato único para la sede petrina. Porque la historia de la Salvación es un diálogo de Dios y el hombre —de lo viejo y lo nuevo, del pecador y del redentor—, con lenguajes complejos, con silencios, con aparentes ausencias, con seducción divina. Dios, ese gran diplomático a quien habrá de imitar el nuevo Papa.