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tribunaFernando Jesús Santiago Ollero

¿Y ahora qué hacemos?

Vivimos en una sociedad donde cada vez cuesta más entender el bien común. Donde lo colectivo parece una amenaza a la libertad individual, y la empatía un lastre en un mundo de ganadores

Hace unos días escribí un artículo sobre la cultura del fraude emocional, en el que señalaba cómo hemos llegado a justificarlo todo, incluso aquello que claramente no está bien. Mentir ya no parece grave. Engañar es solo una estrategia. Fingir sentimientos es parte del juego. Hemos roto el espejo de la coherencia para quedarnos solos, reflejándonos solo a nosotros mismos.

Pero ese artículo solo era un síntoma. Hoy quiero hablar de la enfermedad.

Vivimos en una sociedad donde cada vez cuesta más entender el bien común. Donde lo colectivo parece una amenaza a la libertad individual, y la empatía un lastre en un mundo de ganadores. Los ejemplos son diarios, pequeños, casi invisibles de tanto repetirse: adolescentes que no ceden el asiento en el metro a personas mayores, niños que gritan y dicen tacos en espacios públicos sin que nadie –ni siquiera sus padres– les llame la atención, jóvenes que hablan como si el mundo entero les debiera algo. ¿Cuándo dejamos de enseñar respeto? ¿Cuándo dejamos de exigirlo?

No es solo una cuestión de urbanidad. Es que hemos sustituido los valores por comodidades. Mimamos a nuestros hijos con todo lo que no tuvimos, y olvidamos darles lo que sí tuvimos: límites, principios, ejemplos. Crecimos escuchando que el esfuerzo era importante, que no siempre se podía tener lo que uno quería, que había que pedir las cosas por favor y dar las gracias. ¿Quién enseña eso hoy?

Pero el problema no está solo en los niños. Son el reflejo de lo que ven. Y lo que ven es una sociedad adulta que ya no se sonroja al mentir. Políticos que falsean sus currículos mientras exigen confianza. Líderes empresariales que solo miran por su silla y su sueldo. Confederaciones que representan, en teoría, a miles de empresas, pero que en la práctica solo se deben al que firma las nóminas. Instituciones que dicen estar al servicio del ciudadano, pero que han hecho del ciudadano un estorbo administrativo.

Todo se justifica porque «todos lo hacen». Porque lo importante es sobrevivir. Porque el mundo es de los listos, no de los justos. Pero ¿y ahora qué?

Ahora toca preguntarse si queremos seguir así. Si de verdad vamos a resignarnos a vivir en una sociedad donde lo normal es lo cínico, lo rentable es lo mentiroso, y lo exitoso es lo egoísta. Porque todavía estamos a tiempo. Pero no lo estaremos siempre.

Necesitamos volver a hablar de valores. No en abstracto, no como consignas vacías, sino en el día a día. Necesitamos adultos que enseñen con el ejemplo, políticos que entiendan que la confianza se gana con la verdad, instituciones que no tengan miedo de poner el interés común por delante del interés particular.

Y sobre todo necesitamos ciudadanos valientes. No valientes para gritar, sino para escuchar. No para insultar, sino para proponer. No para esconderse en la masa, sino para dar un paso al frente.

Según James Baldwin, «los niños nunca han sido muy buenos escuchando a sus mayores, pero nunca han dejado de imitarlos». El planeta que vamos a dejar a las futuras generaciones no solo dependerá de nuestras decisiones políticas o tecnológicas, sino –sobre todo– de la educación que les demos. ¿Empezamos?

Fernando Jesús Santiago Ollero es presidente del Consejo General de los Colegios de Gestores Administrativos

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