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Enrique García-Máiquez

Se retroalimentan

El feminismo combativo de enésima generación —que ya no tiene nada que ver con la legítima lucha sufragista por la igualdad— es, en demasiados aspectos prácticos, invivible

Admiro mucho el humor gráfico de Mike y Duarte, aunque no soy de su cuerda ideológica, lo que aumenta el mérito de la gracia que me hacen. En su chiste de ayer en el Diario de Cádiz ponían cuatro viñetas, tres de ellas –Ábalos, Salazar y Navarro– recogiendo las frases de los jerarcas machistas del PSOE y la última una señora militante feminista, teñida de naranja, sosteniendo la rosa en vez de la calavera, vestida de Hamlet, y diciéndose cariacontecida: «Ser o no ser».

El humor es negro, porque denuncia las dudas hamletianas cuando todo tiene una claridad macbethesca. El chiste evidencia la fuerza de los prejuicios ideológicos de la militancia feminista, capaz de seguir deshojando la rosa a pesar de todos los gusanos.

Por un resabio de caballerosidad (aka micromachismo) no me siento cómodo señalando incoherencias de damas (aka charos, ay). Y digo «ay» porque todo lo hago al revés y no me gusta usar la palabra «charo» por respeto al nombre propio de Rosario, tan gaditano, por otra parte; pero nos entendemos. Además de mi incomodidad para señalar a las damas, es que la cosa está clarísima. Las dudas hamletianas sólo pueden dar, si acaso, risa.

Y encima hay otro misterio que no está recibiendo tanta atención y es más oscuro. ¿Por qué tantos hombres tan feministas, del PSOE o de Podemos o de Sumar, son así de rijosos, machistas, babosos y acosadores? Un número tan elevado de casos no puede ser casualidad. ¿Qué ocurre?

Para empezar por la raíz, la irrisión de los viejos códigos de la caballerosidad deja al hombre en bruto, que no es el buen salvaje de Rousseau, precisamente. C.S. Lewis lo había advertido: «Nos reímos del honor y luego nos sorprendemos de encontrar traidores entre nosotros». Y nuestro añorado filósofo Javier Hernández-Pacheco lo había concretado más para la cuestión de la relación entre sexos: «Es la crisis del sentido caballeresco, más que del cristianismo, lo que nos ha dejado sin referencias en este asunto decisivo».

La cosa, además, es todavía peor. El feminismo combativo de enésima generación —que ya no tiene nada que ver con la legítima lucha sufragista por la igualdad— es, en demasiados aspectos prácticos, invivible. Siendo un constructo abstracto y demagógico, las relaciones humanas reales van luego, por otro lado. Lo que implica unas dosis variables pero necesarias y elevadas de hipocresía. Oportunidad que aprovecha la vieja ley que reza «de perdidos al río» para colar de matute una hipocresía de enésima generación: el aliade baboso.

Y aún tengo que explicar lo peor. La acusación sistematizada, retórica y amplificada de un machismo de cartón piedra, gramatical, andrófobo, maniqueo y subvencionado funciona de «fermentada cobertura» para los abusos de los del bando «de los buenos». Si todo es machismo, sobre todo el de derechas, el camuflaje de los machistas y abusadores, sobre todo de izquierdas, es perfecto. La persecución ritual del micromachismo ubicuo mientras tienes al macromachista dirigiéndote el partido recuerda aquella imagen del que cuela con toda meticulosidad el mosquito para a continuación tragarse el camello, nunca mejor dicho.

Para combatir los abusos como queremos –casi– todos, hay que dejarse de manuales y de argumentarios prefabricados y mirar lo que de verdad ocurre y por qué y cómo y quién. Si se hace, o sea, si la señora del chiste (negro) de Mike y Duarte termina de una vez de deshojar su rosa, no creo que sea tan difícil invertir el círculo vicioso de la ideologización del problema: desvelando el problema de la ideologización. No costaría tanto volver a la espiral virtuosa del respeto y la admiración mutua entre los sexos. No es utopía: los ejemplos abundan en nuestra vida cotidiana, en nuestros trabajos y en nuestras familias.

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