Los conejos

Parece que se están recuperando. Ojalá vuelvan los tiempos con muchos conejos y pocos funcionarios, que nos escuchen y que entiendan que lo vienen haciendo mal, pues cada vez, pues hay menos de todo. Y que están a nuestro servicio y no para amargarnos la existencia.

Actualizada 12:09

Conejo de campo.

Conejo de campo.Europa Press

Queridos Incautos: El nombre de nuestra tierra, «Hispania» es tierra de conejos. Así nos nombraron los fenicios desde antes de Cristo. Y sí. En mi juventud eran omnipresentes. Y la base de un ecosistema que basaba en ellos su existencia. Águilas, zorros, linces y especies menores de mustélidos. Entonces jabalíes casi no había. ¡Como recuerdo los cientos de conejos de monte colgados en las carnicerías! Y en cada casa. La base de una alimentación fácil y sana que en mucho libró del hambre a un pueblo asolado por una guerra, y aislado por las convulsiones de otra, que, aun siéndonos ajena, fue aprovechada por nuestros acérrimos enemigos para sitiarnos. Solo entonces Argentina se apiadó de nosotros. Y nunca lo debemos de olvidar.

Los conejos eran a la vez una solución y un problema. Tenían todo devastado. Contaba mi padre en su niñez en Prados, Segovia, que en un paseo con escopetas en mano tenían que llevar un mulo con serones que llenaban en poco tiempo. Las gentes defendían sus hortalizas y los cazaban de todas formas. Con palos con perros, con tirachinas. Desde Cebreros Venían Manolo y sus hijos, y llenaban la finca de cepos. Mi bisabuelo, el marqués del Castelar, impuso mover los cepos todos los días. Cazaban más de 30.000 conejos cada año a finales de verano en poco más de un mes.

Cada mañana cientos y cientos de conejos que destripaban en la erilla. Y los extendían en el suelo buscando la sombra fresca y el relente, a salvo de predadores. Luego se vendían. Era una cosecha más, que completaba las rentas de la finca.

Me tocó vivir los últimos coletazos. Recuerdo a mis 9 años pasar con ellos feliz la mañana, escondiéndome de mi maniática madre que se empeñaba en torturarme con unas inyecciones de recticulógeno por su obsesión de que estaba demasiado flaco. Me llevaban al suplicio a rastras privándome del mejor conejo frito que preparaban todas las mañanas aquellos míticos tramperos.

En Ventosilla, Toledo, se cuidaban las siembras con una alambrera baja que llegaba por la rodilla, alzada con palos de Ailanto, «cirimbombo» en el lenguaje local, un árbol que da unas ramas de madera derecha blanda y fácil de cortar. Hoy proscrito, por foráneo.

Si fuera una plaga indomable lo comprendo. Pero dedicar esfuerzos a acabar con cuatro matas locas es una quimera más de cómo despilfarrar el dinero que nos saquean en impuestos para perogrulladas fútiles ostentosas y cuanto más ruidosas mejor. Si lo pagaran de su bolsillo se acabarían.

No dejan de sorprenderme estos melindres, estas ocurrencias de ingeniosos y aburridos funcionarios. Tal vez debiéramos en buena ley obligarles a que ellos renunciaran al tomate, la patata, el maíz o el chocolate que vinieron de América. Y que se vayan a incendiar los campos de cereales de América y masacrar todas sus vacas y caballos que les llevamos nosotros. Los americanos seguro que se lo sabrán agradecer. Era una trabajera espantosa desplegar, montar enterrar y revisar diariamente los km y km de alambrera pues los conejos se las arreglaban para entrar por el más mínimo boquete.

Un médico francés potenció una enfermedad: la mixomatósis

De repente todo cambió.

Los conejos se habían llevado a Australia. Habían prosperado allí de una manera desmesurada. Se habían convertido en una plaga imparable que estaba arrasando todo el continente. Acababan con todo.

Un médico francés potenció una enfermedad: la mixomatósis. Que en Toledo llamaron «la tomatósis» Se les hinchaban los ojos. Y andaban mal y ciegos. La enfermedad se extendió rápidamente. Nos llegó allá por los 70. En Prados con poco monte desaparecieron rápidamente. No quedó casi ninguno. En Ventosilla el conejo y las liebres eran consustanciales. Había infinidad de ambos.

Mi abuelo Teba me enseñó a apiolarlos. Rompíamos el dedo interior de ambas patas y lo pasábamos por el tendón de la otra. Quedaban unidas y así se cargaban mejor. Incluso entre dos colgando de un palo. En invierno recorríamos de noche con el rifle del 22 para salvar las incipientes siembras. Estaban plagadas de conejos y liebres. Como siempre, otro iluminado lo prohibió. El caso siempre es prohibir.

Recuerdo en la finca de nuestros grandes amigos y vecinos marchar junto a la cosechadora. Salían muchísimos. Y venía su divertidísimo pastor, Casimiro. Que tiraba el cayado con una puntería increíble y era más eficaz que las escopetas. Era muy gracioso. Contaba que quiso ser basurero en Madrid. Pero que le suspendieron por no saber «ande andaba la calle culun-cuello» nos hacía reír a carcajadas mientras tomábamos nuestros bocadillos a la sombra de una encina sudando como pollos. Y él lo pasaba bomba. En su cayado llevábamos los conejos que luego destripábamos, y llevábamos a vender al mercado.

Qué tiempos aquellos en que podías hacer de todo, sin que nadie te molestara. Nadie te pedía ochenta papeles permisos licencias y homologaciones para la más nimia actividad. Hoy un hombre de campo es siempre culpable salvo que se demuestre lo contrario. Y si no lo es, ya harán una ley para que lo sea.

Los conejos sobrevivieron algo más en aquella zona de Toledo llena de vegetación y de siembras. Pero al tiempo que menguaban, inexorablemente acababan pereciendo. Todo era muerte. Cadáveres por todos lados. Olor a carne podrida.

Comíamos siempre caza. En cuanto llegábamos había que salir para proveer la cocina. Los arroyos secos de Ventosilla, que tanto anduve con mis primos, por las orillas estaban poblados por zombies. Conejos atontados que andaban poco y mal. De vez en cuando uno sano que tirábamos rápidamente antes de que se contagiara y no se pudiera aprovechar. Pero siempre quedaron supervivientes.

Ahora parece que se están recuperando. Ojalá vuelvan los tiempos con muchos conejos y pocos funcionarios, que nos escuchen y que entiendan que lo vienen haciendo mal, pues cada vez, pues hay menos de todo. Y que están a nuestro servicio y no para amargarnos la existencia.

Como era entonces.

  • El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero

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