Reivindicación y nostalgia

Tal era nuestra costumbre y pericia en esas operaciones que no comprendíamos por qué no nos dejaban coger armas «de verdad», dado que para nosotros siempre «ya éramos mayores»

Un niño en la celebración de una partida de caza por un grupo de cazadores en un pueblo de España en 1959.

Un niño en la celebración de una partida de caza por un grupo de cazadores en un pueblo de España en 1959.Europa Press

Recuerdo mi más tierna infancia, cuando te crees capaz de todo y vives intentando demostrar que es verdad. Eso te hacía cometer locuras hoy impensables que hacían que nuestros mayores se echasen las manos a la cabeza y volvieran a decirnos eso de que, gracias a Dios, «tenéis un ángel de la guarda que hizo la mili en la legión».

Pero había cosas que no estaban a nuestro alcance, como coger un arma, simplemente porque nunca lo estaban materialmente. Era quizás esa prohibición temporal («hasta que no crezcas») la que nos motivaba aún más a aprender por la vista todo lo que rodeaba al disparar, ya fueran gestos, posición, forma de encare, … pero sin cogerlas. Ello se iba remediando con las escopetas y rifles de juguete, algunos tan realistas como una escopeta paralela que se abría y había que meter unos cartuchos de plástico, pero que sólo hacía «pum», o ese rifle de cerrojo, que había que acerrojar en sus tres movimientos para que lo hiciese. Tal era nuestra costumbre y pericia en esas operaciones que no comprendíamos por qué no nos dejaban coger armas «de verdad», dado que para nosotros siempre «ya éramos mayores», e incluso lo demostrábamos con no poca pericia en el uso de las escopetas de aire comprimido (únicas armas que nos permitían usar con bastante libertad), nada más conseguir la fuerza suficiente para abrirla y sujetarla.

Nos dábamos cuenta de que no éramos precisamente Bunting, lo que nos obligaba a reconocer que, sorprendentemente, a los siete años todavía no se es «mayor»

Cuando llegábamos a una madurez tal como la de nuestra primera comunión, en casa recibíamos el gran regalo de poder empezar a disparar con pólvora, casi siempre con una heredada escopeta del 12 mms. Llegaba el examen familiar, todos pendientes del uso de esa «escopeta de verdad» y, ante público baño de humildad, nos dábamos cuenta de que no éramos precisamente Bunting, lo que nos obligaba a reconocer que, sorprendentemente, a los siete años todavía no se es «mayor». Había que perseverar en esas filas de hermanos y primos en las que uno por uno íbamos disparando a un bote bajo la férrea vigilancia de uno o varios adultos.

Era el mejor momento del día. Y también una prueba de triaje, porque separaba al que se aburría de hacer cola para hacer dos o tres míseros disparos, del que hubiera guardado cola durante horas para poder hacer sólo uno más. Estábamos todavía en la sociedad del mérito y la capacidad, y la afición era un mérito que podría hacerte llegar a la capacidad.

En, para nosotros, unos larguísimos meses o años, el aprendizaje había avanzado y nos llegaba la posibilidad de disparar de verdad sobre piezas vivas. Evidentemente primero las más fáciles; casi siempre conejos en perfecta visibilidad. Sólo cuando se demostraba absoluta soltura en esos lances podíamos ocupar un puesto solos, pero en situación de no poder ser peligro para nadie más que para nosotros. Hoy a nuestros mayores les hubieran quitado la patria potestad por semejante locura, pero no conozco a nadie de esa escuela (y prácticamente lo somos todos los que nacimos hasta 1980) que se haya pegado un tiro o lo haya pegado en esas circunstancias.

Y llegó la acción expropiatoria del Estado sobre la educación de los hijos, que determinó qué cosas no podían enseñarse y mucho menos, dejarse hacer. La acción paterna fue sustituida por el examen o certificado público de capacitación y el aprobado dejaron de darlo padres o el consejo de familia, pasando a concederlo funcionarios aburridos que abominan de su trabajo.

Siempre quedaron valientes «bandoleros sociales» que se rebelaron contra la injusta incautación de su patria potestad y continuaron secretamente en la educación tradicional de sus hijos en el uso de las armas. Todos nos conocemos (¿he dicho «nos»?) y, pese a haber andado por el filo de la navaja de ser descubiertos por esos nuevos bomberos de Fahrenheit 451, se consiguió el objetivo y hoy incluso han prescrito esos pecados, por lo que podemos decir orgullosos que nuestros pupilos manejan las armas con muchísimo más respeto y seguridad que los que se han formado a los pechos de ese Estado incautador de la autonomía paterna y que ejerce su potestad por medio de esos tristes y aburridos certificadores de aptitudes, que han salido del aula del maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela.

Antonio Conde Bajén es miembro del Real Club de Monteros

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