El otoño para un cazador
Llegó un día en que en clase de francés teníamos que exponer cual era nuestra estación favorita y explicar por qué. Todos eligieron el verano, por las vacaciones y la piscina y/o playa; o la primavera, por las flores y la temperatura agradable
Otoño en un bosque de Galicia
Soy hijo del otoño, porque nací a finales de octubre. Puede que la alegría infantil por la celebración de mi cumpleaños me haya influido. O puede que sea por mi pasión por la caza, que hacía que esperara la llegada del cambio de tiempo como un objetivo deseado, porque empezaba la temporada.
En mi clase éramos muy pocos los niños que cazábamos, por lo que la gran mayoría no podía comprender mi fiebre, mi obsesión de los fines de semana. La suya iba más por el fútbol. Ellos iban al estadio con sus padres; yo jamás. En el aspecto de las aficiones era un completo náufrago, y tanto era así que casi ninguno comprendía muchas de mis expresiones: «a liebre ida, palos a la cama»; «deja de mirar tanto a esa niña, que estás de muestra»…
Ser tan diferente en algo nunca supuso un problema. Ni me causó aislamiento, ni encierro en mí mismo, ni, por supuesto, nadie del colegio indicó a mis mayores que me llevaran al psicólogo por ser distinto y soñar con usar armas y matar animales. Yo era cazador, con orgullo propio y absoluto respeto de los demás que, simplemente, entendían que me gustaban cosas diferentes. Es más, esa distinta sensibilidad a veces era causa de sorpresa en los chistes y gracias que, por absolutamente inesperados, causaban aún más carcajada. Recuerdo la vez que nos dio por escandalizar infantilmente a la profesora de Religión cuando nos explicaba cómo era el cielo y la vida eterna. Yo me sonreí y eso lo captaron varios compañeros (tantas horas juntos hacían que nos conociésemos hasta por los gestos).
- Venga, Conde, suéltalo; lo que sea.
No hizo falta mucho más.
- Profesora ¿en el cielo hay perdices?
- ¡Qué cosas tienes! ¿Cómo va a haber perdices?
- Pues no sé si me va a merecer la pena, que una eternidad sin cazar se me puede hacer insoportable.
Gracias a Dios, la mujer era una santa y la cosa no tuvo consecuencias.
El caso es que mi diferencia también llegaba a la percepción de las estaciones. Llegó un día en que en clase de francés teníamos que exponer cuál era nuestra estación favorita y explicar por qué. Todos eligieron el verano, por las vacaciones y la piscina y/o playa; o la primavera, por las flores y la temperatura agradable. Yo dije que el otoño, porque empezaba la caza.
Yo no veo tristeza en la caída de las hojas; simplemente una etapa del año, con sus peculiaridades y su enorme belleza
Pero había más, mucho más que la caza, aunque en ese momento yo no me diera cuenta. Era verdad que era gracias a la caza, por lo que yo vivía intensamente el otoño, pero, aunque no cazara, me encantaba, me sentía feliz en ese otoño que todos consideraban la estación más triste.
Yo no veo tristeza en la caída de las hojas; simplemente una etapa del año, con sus peculiaridades y su enorme belleza, con su alternante beldad que hace surgir una fugaz gama de colores de ocres y rojos en mil tonalidades que a lo que me mueve es a no perder la oportunidad de contemplar su evolución diaria. No hay color que se mantenga intacto más de 15 días, como no hay hoja que lo haga más de cinco. Es la belleza de la brevedad y de la rápida evolución cromática.
Quién conoce a fondo el otoño lo ama y, por conocerlo, siente un ímpetu, una necesidad irrefrenable de no perder un tiempo precioso que no espera por nadie. Mañana el fresno no estará igual de amarillo y ocre que hace tres días, por mucho que sí estaba igual de verde desde mayo hasta el mágico otoño. En apenas diez días el cornicabro habrá perdido su tono carmesí apagado. En poco tiempo el roble ya no tendrá hojas y habrá perdido esa maravilla de una marcescencia que las duras heladas niegan a muchas zonas de España y que sólo mantienen los quejigos. El verdor del musgo perderá su aterciopelado tacto en cuanto los bóreas lo quemen con sus dedos congelados. El incipiente pasto, todavía muy bajo y aún mezclado con los pajones secos del verano, construye una alfombra multicolor en el que no existe un tono dominante.
Y el agua, que corre trasladando la alegría del que reconquista un terreno propio que tuvo que abandonar por el estío. Ese agua que corre con la fuerza de las lluvias de otoño y que se hace acompañar de percusiones de fluido y granito o pizarra.
El otoño es para almas sensibles y no sensibleras que saben disfrutar de las etapas de la naturaleza como muy posiblemente lo harán de las de su propia vida, quizás con la pena de saber que, mientras que en la naturaleza vegetal esa estación es periódico impulso de la vida, como el sueño lo es para los seres animados, la vida de los hombres, de los animales en general, no conoce de varios otoños propios porque, para nuestra desgracia, no experimentamos periodicidad de ciclos que puedan ser vividos de forma repetida. Somos siembra de una sola temporada.
Soy hijo del otoño, lo reconozco, por lo que para mí nunca significó declive. La vida no es sólo reproducción y celo, porque incluye crianza y crecimiento; reposo y descanso para nuevos impulsos. El otoño es una fase más de la vida cíclica que sólo los poetas necesitados de metáforas hicieron coincidir con el principio del final de la existencia. Enorme error el asimilar mundo vegetal y animal. Mucho mayor error no descubrir la magia del otoño.
- Antonio Conde Bajén es miembro del Real Club de Monteros