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25 de abril de 2024

Augusto del Noce

El Debate de las Ideas

Del Noce y la Modernidad

La pregunta que conviene hacerse ahora es esta: la Modernidad es sin duda el tiempo del advenimiento del ateísmo, ahora bien, la Modernidad, ¿es solamente esto?

Occidente vive hoy una crisis de proporciones metafísicas. En su interior parece imponerse definitivamente la progresiva sustitución del ser por el devenir, de modo que lo único permanente ahora es la misma idea cambio. Convertido en dogma, cualquier cosa o idea que de alguna manera se oponga a este ingente proceso de transmutación de todo lo anteriormente tenido por sólido cae bajo la amenaza de ser suprimido del espacio público. Es el rechazo de lo eterno en favor de la fugacidad del tiempo, el abandono consciente de lo invisible por lo meramente empírico y fenoménico. En suma, lo que ha venido en llamarse la «Modernidad» es «el periodo en el que se manifiesta y consuma el fenómeno del ateísmo», en palabras de Augusto del Noce . Porque el ateísmo, o la muerte de Dios, acontece cuando «el mundo suprasensible carece de fuerza operante» (Heidegger). La pregunta que conviene hacerse ahora es esta: la Modernidad es sin duda el tiempo del advenimiento del ateísmo, ahora bien, la Modernidad, ¿es solamente esto?
En la autorizada opinión de Del Noce, no. A su juicio, la Modernidad caracterizada filosóficamente como la época de la muerte de Dios no sería la única existente, por cuanto cabe encontrar una línea de pensamiento plenamente moderna que, partiendo de una interpretación no inmanentista de Descartes, se desarrolla como una filosofía abierta a la idea de Dios, y que tendría como máximos exponentes a Malebranche y a Rosmini. Y, aunque él no lo diga expresamente, por razones obvias, esta corriente de pensamiento hallaría en el propio pensador turinés una poderosa actualización. Dos consideraciones sin embargo me parecen pertinentes al siempre sugerente planteamiento delnociano. Una primera sería que la existencia de esta corriente «espiritualista» que partiría de Descartes ha ocupado un puesto marginal en la historia del pensamiento, pero sobre todo ha mostrado su irrelevancia en lo que ha sido el devenir histórico de Occidente. Y la segunda consideración estaría en el olvido en el que, en nuestra opinión, incurre Del Noce de la Escolástica española. Participa así, aun sin pretenderlo, en el olvido de una poderosa corriente de pensamiento plenamente moderna y que, si bien tuvo su momento áureo en los siglos XVI y XVII, nunca ha sido abandonada del todo. Porque nadie, ciertamente, discute la modernidad de Vitoria, Báñez, Soto o Suárez, por citar sólo a algunos de ellos, pensadores que, curiosamente, han sido reivindicados con fuerza en nuestros días desde el ámbito de la Economía, aunque no sólo.
En todo caso, y coincidiendo con Del Noce, habría que afirmar la no univocidad de la idea filosófica de Modernidad. Y junto con el pensamiento de Rosmini cabe referirse a la renovación del pensamiento de santo Tomás que ha tenido un especial florecimiento en el siglo XX. Eso sin contar con una espléndida floración de la Teología que, recuperando las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, ha contribuido decisivamente a la renovación de una Modernidad que, lejos de romper con la tradición, la renueva y vivifica.
Hechas estas acotaciones, lo interesante de la lectura que Augusto del Noce hace de la historia del pensamiento europeo de los últimos cuatro siglos se halla, a mi juicio, en la ausencia de toda ansiedad por parecer «moderno». Y así, frente a lo pretendido por algún expositor de su pensamiento en nuestros días, Del Noce no encuentra necesidad alguna de parecer «moderno» ni de encajar en su lecho de Procusto. Ya se sabe «moderno», y es desde esta modernidad que su filosofía se ha centrado en la recuperación de una metafísica del ser anclada en el pensamiento de Platón. Lo que la filosofía delnociana nos ofrece es un pulso perfectamente acompasado con el presente histórico, un pulso que, junto con su honestidad intelectual, convierte a Del Noce en uno de los intelectuales más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX. Lucidez que se verifica con la certeza que, allá por los años sesenta del pasado siglo, predijo el destino del marxismo. Frente a la opinión mayoritaria, aun dentro del campo católico, que pensaba en un triunfo irresistible del marxismo, Del Noce supo ver que su destino no estaría en su triunfo, sino en su fracaso. Un fracaso, ahora bien, que no supondría tanto su extinción como su desintegración y, por tanto, su continuidad en una forma impura y metamorfoseada. El destino del marxismo se hallaba en su metabolización por parte de la llamada sociedad tecnológica del bienestar, con la consecuencia necesaria de la radicalización del carácter ya de por sí antirreligioso de la socialdemocracia vigente en los países de la Europa occidental. Una tesis sostenida en un momento en el que una mayoría de pensadores todavía sostenían la viabilidad del socialismo marxista cuando no su más seguro triunfo. El resultado de esta desintegración sería un «desarrollo radical de aquel momento del marxismo cuando se presenta como «relativismo absoluto» (consecuencia del materialismo histórico); desarrollo tan riguroso que llega a la eliminación del otro momento, por el que se presenta como pensamiento dialéctico y como doctrina sobre la revolución. En pocas palabras, marca la victoria del positivismo y del sociologismo (Saint-Simon y Comte) sobre el marxismo». Es decir, la sociedad del bienestar, o socialismo tecnocrático, asimila el marxismo a condición de despojarle de parte de su condición «mesiánica», de sus últimos restos de pensamiento «religioso» o «metafísico», de modo que el actual capital-socialismo «ha conseguido un nivel de impiedad más elevado que el marxismo» .
Este ideal capital-socialista encuentra en la filosofía progresista su expresión suprema. Porque el progresismo es la conciliación de los dos opuestos. Por un lado, el polo materialista y hedonista de la sociedad opulenta y del bienestar. De otro, el polo ideológico-utópico heredero de la dialéctica marxista, nunca desaparecido del todo. Conciliación inestable y no exenta de tensiones, pero impuesta por la necesidad. Porque tras el fracaso del polo ideológico-utopista marxista propio del bloque comunista, debido a su incapacidad de generar abundancia y un alto nivel de bienestar, pese a haberlo intentado, su supervivencia se hallaba en asumir la productividad propia del «mercado» y la competencia. Por su parte, el polo tecnomórfico y estato-capitalista, aunque triunfante, constataba la necesidad de adquirir un lenguaje moral que hiciera amable su búsqueda de lucro. De este modo las grandes corporaciones han descubierto que pueden revestirse de un aura de moralidad aliándose con la izquierda. Una izquierda, naturalmente, que ha renunciado a la abolición de las grandes corporaciones, que ahora ve como aliadas. Su base común, como ya se ha dicho, es el progresismo, por cuanto ambas fuerzas coinciden en el ideal de una humanidad «adulta» mediante la abolición de todo tipo de límites o fronteras, ya sean éstos morales, políticos o religiosos. La argamasa para unir todas estas fuerzas aparentemente tan contradictorias se hallaría, en opinión de Del Noce, en el mito del «antifascismo», mito sobre el cual se asentaría esta alianza entre la burguesía progresista y el marxismo radical, sustituyéndose de este modo la dialéctica burgués-proletario por la de fascista-antifascista. Un «fascismo» que, no hace falta decirlo, poco tiene que ver con el de la historia, y al que se le asocian todos los males y «fobias» reales o imaginarias que pueblan nuestro tiempo. Se trata esta de una dialéctica en la que ambas fuerzas pueden convenir fácilmente.
La clase dirigente de la sociedad de consumo ha comprendido que «no sólo de pan vive el hombre». Se ha vuelto consciente, o «despierta» (woke), de que los más crudos intereses egoístas necesitan de «ideas», por burdas que sean, que los justifique. Que el hombre, aun el más materialista, siempre requerirá de unos «dioses» a los que someterse y dar culto. Nadie como Simone Weil ha expresado esta necesidad profunda de la psique humana, cuando señaló que: «La genial observación de Hitler sobre la propaganda, a saber, que la fuerza bruta no puede vencer por sí sola a las ideas, pero sí puede hacerlo si va acompañada de algunas ideas de calidad ínfima, proporciona la clave de la vida interior. Los tumultos de la carne, por violentos que sean, no pueden vencer en el alma a un pensamiento por sí solos. Pero su victoria es cómoda si transmiten su poder persuasivo a otro pensamiento, por muy malo que sea. Eso es lo importante. Ningún pensamiento es demasiado mediocre para la función de aliado de la carne. Pero esta necesita a aquél por aliado» . Y ese pensamiento mediocre se lo proporciona la izquierda con sus ideologías-basura, tales como la ideología de género, la crítica de la raza o la del transhumanismo. Así, pues, «sin pan no hay paraíso»; pero, al mismo tiempo la clase gerencial tecno-capitalista ha aprendido que «no sólo de pan vive el hombre», pues siempre existirá en él un deseo de justicia, y ese deseo hay que saciarlo de algún modo. El último Del Noce supo ver que el futuro próximo estaría en el advenimiento de una fusión «del comunismo con el orden capitalista-burgués, y en la forma de totalitarismo» . Último estadio que dejaría atrás la anterior alianza de socialismo y liberalismo representada por la socialdemocracia dominante en la política europea de los últimos ochenta años. Proceso que nos llevaría desde un «capital-socialismo» a un «capital-comunismo», mediante la integración del «comunismo en la sociedad democrático-burguesa». Y cuyo resultado final será la emergencia de una nueva forma de totalitarismo «blando» . Un adjetivo que, sin embargo, no debe llevarnos a engaño, por cuanto este totalitarismo blando, paradójicamente, lejos de aminorar su alcance resulta ser «infinitamente más grave en sus resultados que el totalitarismo duro» . Se trata de una nueva forma de totalitarismo que «no necesita de persecuciones físicas ni de campos de concentración» , y no las necesita precisamente por consistir en un totalitarismo más perfeccionado en el arte de controlar a las masas mediante la aplicación de técnicas psicológicas tendentes a provocar la autocensura, más aún, la represión en sentido freudiano, es decir, aquella forma de represión de la que el mismo individuo que la sufre no es consciente.
Un lúcido realismo impide que exista nada parecido al optimismo en el pensamiento de Del Noce y, sin embargo, es un pensamiento transido de esperanza. El pensador italiano no duda por eso en afirmar que, lejos de tratarse del ocaso definitivo de Dios, lo que Occidente vive en nuestros días es un eclipse temporal . Una convicción que se apoya en dos premisas. La primera de ellas consiste en el carácter autodisolvente de la Revolución . Su destino es una forma de suicidio. La Revolución se devora a sí misma. Y la segunda premisa descansa en la certeza de que el sentido religioso del hombre es ineliminable y que, como todo lo reprimido, volverá de un modo u otro, y más pronto que tarde. Si el totalitarismo consiste, como agudamente señalara Eric Voegelin, en la cancelación de las preguntas fundamentales del ser humano, de aquellas preguntas que resultan más definitivas para su vida, hay que decir que al totalitarismo le queda poco tiempo y está próximo a agotarse. Porque bien puede decirse que el hombre es el animal que (se) pregunta, por lo que cancelar esta dimensión de lo humano es cancelar su más íntima naturaleza, lo que no puede sostenerse en el tiempo. Pese a todos los aturdimientos y cancelaciones que rodean al hombre occidental de nuestros días, la pregunta radical, la más originaria, es decir, la pregunta por el Padre anda en su acecho, aunque lo sea en estado de latencia y como una sombra desasosegadora. El Padre, en la época del eclipse de Dios, se presenta como un fantasma del que, por mucho que quiera, el «hombre rebelde» no puede liberarse. Inevitablemente, la condición filial del hombre puja por manifestarse, y se manifestará. Y también, en esto, como en todo lo demás, Augusto del Noce acertará en su diagnóstico.
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