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24 de abril de 2024

Alexis de Tocqueville

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El Debate de las Ideas

Páginas inspiradas: Alexis de Tocqueville

Alexis de Tocqueville, vizconde de Tocqueville, un aristócrata normando, no parecía a primera vista el más indicado para comprender la democracia

Cuando el gobierno francés envió en 1831 a Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont al otro lado del Atlántico para analizar el sistema penitenciario estadounidense poco podía imaginar que estaba poniendo las bases para una de las obras más influyentes del pensamiento político contemporáneo. Tocqueville tenía 26 años, Beaumont 29. Llegaron a Nueva York en mayo y pasaron los siguientes nueve meses viajando a través del joven país, observando no solamente las prisiones, sino muchos otros aspectos de la sociedad estadounidense. Tras regresar a Francia en febrero de 1832, redactaron el informe sobre el sistema carcelario estadounidense que había justificado su viaje: Du système pénitentaire aux États-Unis et de son application en France. Pero lo que habían visto en Estados Unidos daba para mucho más. Beaumont eligió el camino de la ficción y escribió una novela sobre las relaciones raciales que ya nadie lee. Tocqueville, por su parte, nos dejó La democracia en América, un análisis brillante sobre la sociedad y la política en los Estados Unidos de su tiempo que, además, nos deja una serie de reflexiones de alcance mucho mayor.
Alexis de Tocqueville, vizconde de Tocqueville, un aristócrata normando, no parecía a primera vista el más indicado para comprender la democracia. Sin embargo, su mirada atenta, profunda, incluso resignada, nos ofrece uno de los análisis más orientadores de ese sistema que iba a expandirse por el mundo entero. Y también de los peligros que se encuentran agazapados en las sociedades democráticas, especialmente el de un nuevo y suave despotismo. Leídas hoy, estas páginas de los capítulos VI y VII de la cuarta parte del segundo volumen de La democracia en América impresionan por lo certero, perspicaz y profético de sus juicios:
«Los gobiernos democráticos podrán ser violentos y crueles en ciertos momentos de gran efervescencia y peligro; pero esas crisis serán raras y pasajeras.
[…] Creo, pues, que el tipo de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá en nada al que la precedió en el mundo; nuestros contemporáneos no recordarán algo sucedido y semejante. Yo mismo busco en vano una expresión que reproduzca y encierre exactamente la idea que me formo; las antiguas palabras de despotismo y tiranía no son adecuadas. La cosa es nueva; es preciso entonces tratar de definirla, ya que no puedo nombrarla.
Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una inmensa multitud de hombres semejantes, iguales y sin privilegios que los distingan, incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio. Cada uno de ellos, apartado de los demás, es ajeno al destino de los otros; sus hijos y sus amigos constituyen para él toda la especie humana; por lo que respecta al resto de sus conciudadanos, están a su lado y no los ve; los toca y no los siente; no existe más que como él mismo y para él mismo, y si bien le queda aún una familia, se puede decir al menos que ya no tiene patria.
[…] El despotismo me parece, por tanto, el mayor peligro que amenaza a los tiempos modernos.
Por encima de los hombres se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen con tal de que no piensen sino en gozar y divertirse. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias; ¿no podría librarles por entero de la molestia de pensar y el derecho de pensar y el trabajo de vivir?
De este modo cada día se hace menos útil y más raro el uso del libre albedrío; el poder circunscribe así la acción de la voluntad a un espacio cada vez menor, y arrebata poco a poco a cada ciudadano su propio uso. La igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas: para sufrirlas y con frecuencia hasta para mirarlas como un beneficio.
Después de tomar de este modo uno tras otro a cada individuo con sus poderosas manos y de moldearlo a su gusto, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera; cubre su superficie con una malla de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales, ni las almas más vigorosas, son capaces de abrirse paso para emerger de la masa; no destruye las voluntades, las ablanda, las doblega y las dirige; rara vez obliga a obrar, se opone constantemente a que se obre; no mata, impide nacer; no tiraniza, mortifica, reprime, enerva, apaga, embrutece y reduce al cabo a toda la nación a rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno.
Siempre he creído que esta clase de servidumbre, reglamentada, benigna y apacible, cuyo cuadro acabo de ofrecer, podría combinarse mejor de lo que se piensa comúnmente con algunas de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse junto a la misma soberanía del pueblo».
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