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29 de abril de 2024

Detalle del 'Descendimiento' de Van der Weyden

Detalle del Descendimiento' de Van der WeydenMuseo del Prado

Las mujeres ante el sepulcro

El anuncio de la Resurrección es la respuesta a una contemplación activa que no desfallece

El Sábado Santo, el único día del año en que no se celebra la Eucaristía, requiere como cada Semana Santa volver a ser meditado en silencio y soledad, con renovada intensidad contemplativa. No es simplemente un día de tránsito, un tiempo muerto, una pausa entremedias en la celebración del Misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Es el suyo, más bien, un tiempo de espera. En los escuetos dos, tres o cuatro versículos con que los evangelistas relatan el descendimiento y sepultura de Jesús las mujeres que lo habían acompañado siguen actuando como sus protagonistas calladas.
Algunos exégetas han creído detectar en los textos evangélicos una aparente inactividad de aquellas mujeres, que se habrían limitado a mirar, sobrepasadas por los acontecimientos, el lugar donde José de Arimatea coloca el cuerpo muerto de Jesús, aunque la iconografía tradicional haya solido resaltar las escenas de sus lamentos. Ahora bien, si nos detuviéramos a analizar los verbos que se emplean para describir su actitud, nos daríamos cuenta de la seriedad ejemplar del testimonio de una fe puesta al límite de su prueba. Tal testimonio activo sólo puede ser contemplativo.
Las mujeres son las últimas en abandonar el lugar, mientras José de Arimatea y Nicodemo, tras hacer rodar una gran piedra, se apresuraron a marcharse antes de que comenzase el día de la Preparación. Una vez que aquellos hubieron cumplido el deber arriesgado de dar aprisa sepultura a un condenado, María Magdalena y la otra María «se quedaron allí sentadas frente al sepulcro» (Mt 27,61). Podría decirse incluso que se sentaron con la mirada clavada «contra» él. Conmovidas, desoladas, hasta aturdidas, parece como que hubieran olvidado el inicio del descanso litúrgico prescrito.
En el crepúsculo, a solas y en silencio, las mujeres resisten con un gesto de desesperación y de inasequible serenidad. Es un gesto de Libertad frente a la Necesidad. Es un gesto de Amor. Lo imposible también debe ser acogido. Con un extremo laconismo, los evangelistas se abstienen de anotar gritos, quejas o lloros. Las mujeres ya se habían lamentado, dándose golpes de pecho, viéndole camino del Calvario (Lc 23,27). El duelo consiste para ellas, más allá del desconsuelo y de la aceptación, en aprender a reconocer si el poder de lo inexorable sea absoluto. Jesús ha muerto, el Maestro ha muerto. Es preciso comprender lo incomprensible en cuanto tal, alcanzar su sentido último y definitivo. «Quedaron allí sentadas».
Decía Pascal que en el sepulcro no entran más que santos, porque allí, y no sobre la Cruz, es donde Jesucristo toma una nueva vida. El Sábado es el día del Descanso, entre el Principio y el Fin. En el shabat de la Creación Dios descansó viendo que todo era bueno. En medio de aquel Jardín había puesto como su culminación al hombre, varón y mujer. En el shabat de la Historia, en el huerto que contiene el sufrimiento entero de la Creación, oculta y silenciosamente brilla una afirmación. En el presente del vaciamiento del Viernes está contenida la semilla de la plenitud que se consumará el Domingo.
En el Sábado el tiempo es liberado de la opresión de la Historia. El Sábado realiza el duelo del Viernes y anticipa la alegría del Domingo. Sabe que es imposible retornar al pasado y que sus heridas no serán revertidas. El suplicio intolerable sucedió aquí y ahora, pero su triunfo ha concluido. La guardia del mundo, enviada por sus poderes, siempre vigilará que la piedra no se corra, no ocurriese que, en realidad, sus imposturas llegasen a ser descubiertas (Mt. 27,62-66).
Como las mujeres, conviene siempre orar, sin descanso. Su oración no es un refugio, una ilusión; no se aparta de las injusticias del mundo. Permanece con los ojos fijos ante y contra ellas. Las denuncia de otro modo. En los márgenes convierte su impotencia en la expresión de una libertad máxima.
Me atrevería a decir que las mujeres ante el sepulcro recogen el testimonio del gesto piadoso de Antígona. Es cierto que ellas no desafían las leyes de la ciudad como la hija de Edipo. Pero también es verdad que, sin enfrentamientos y sin dejar de cumplirlas, resisten frente a ellas. Las superan debiendo aprender a asumir su propia fragilidad. Junto a Antígona podrían replicar ante los tiranos: «Nacimos para corresponder con amor».
Las mujeres no se dispersaron como los discípulos. Tomaron sobre sí el peso de la obligación de practicar la piedad de honrar a los difuntos. En ellas, como en Antígona, en la fortaleza de su debilidad y de sus miedos, están representadas todas las mujeres que, ante las comisarías, frente a las cárceles, en las comitivas fúnebres, han pedido a lo largo de la Historia la justicia por los ausentes: maridos, hermanos, hijos… En los intentos ideológicos actuales de enemistar a hombres y mujeres, tratando de convencerles de que el Estado los quiere proteger en nombre de derechos o de castigos, subyace la furia contra esa primordial solidaridad religiosa que, mientras sea indestructible, le opondrá un dique a su pretensión de indiscutible dominio sobre todas nuestras vidas.
Las mujeres también son, por último, las primeras en regresar al sepulcro. Las traducciones sitúan tal regreso «al alborear», «al amanecer», «temprano». En el griego original Mateo apunta que se encaminan hacia el sepulcro desde la oscuridad, cuando la primera luz empieza a deshacerla. Por su santidad, como decía Pascal, entrarán en el sepulcro esperando cumplir el gesto piadoso de Antígona, embalsamando en su caso el cuerpo del Maestro. ¡Qué importa no saber quién les correrá piedra y si se lo permitirá los guardianes de este mundo (Mc 16, 1-5)!
Sorprende la inversión de la situación. Si Antígona fue enterrada viva, en un sepulcro bien sellado, y sólo salió de él muerta, las mujeres del Evangelio no encontrarán en uno semejante a Quien murió. El anuncio de la Resurrección es la respuesta a una contemplación activa que no desfallece. Las mujeres que habían permanecido sentadas frente a la piedra sellada reciben el mensaje del ángel sentado encima de ella. Habiendo contemplado, pueden presenciar la fuerza que transforma nuestras vidas. Mediante la contemplación del abismo de la Muerte llegaron a experimentar el temor y la alegría de la vida en Cristo que las impulsa a replicar el gesto del ángel anunciando la noticia a los discípulos (Mt. 28,5-8).
Entre el Viernes y el Domingo, el Sábado se revela así, profundamente, como el tiempo de la espera. Durante su transcurso, es exigida la radicalidad escondida de una fe que confía y actúa hasta en la más densa oscuridad. En el Salmo 87, que se reza en el Oficio de Completas del viernes, se prefigura su sentido en la consumación del sacrificio de Jesús: «Me has colocado en lo hondo de la fosa, en las tinieblas del fondo». Aun habiéndose alejado de Él sus conocidos, las mujeres no desisten de acercarse hasta sus umbrales. Se convierten, por pura gracia, en las maestras de la esperanza.
Desesperación, sí, con una confianza ilimitada. Si en la tragedia griega las fuerzas caóticas de la guerra fratricida se ciernen una y otra vez sobre la luz de la Ciudad, sobre las injusticias de la Historia, que penden sobre un madero a sus afueras, las mujeres del Evangelio siguen proclamando el advenimiento de una Luz eterna.
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