
El obispo noruego Erik Varden
El Debate de las Ideas
Erik Varden para 'Tiempos Recios'
A las puertas del Adviento hay quien llama a la Parusía, no como esperanza, sino desde la desesperanza de que esto no tiene arreglo
Casi que es ya un tópico recordar que estamos en «tiempos recios». Y no hablo ahora de política y de nuestra pobre nación zarandeada, que también, desde luego, sino de «tiempos recios» para la Iglesia.
Hay confusión, polarización, pérdida de significatividad, escándalos. Falta de sentido de pertenencia, dudas, falta de escucha. Enrrocamiento, cerrazón, ceguera. Falta de figuras que puedan conectar con el hoy desde la sensatez y el valor y la calidad de su palabra y su mirada.
Hay un sentimiento generalizado beligerante, desesperanzado, de que las cosas no van bien, y además de que no tienen pinta de que vayan a ir mejor pronto. Todo lo contrario. Ese sentimiento que flota en los templos de que todo esto sólo puede ir a peor...
A las puertas del Adviento hay quien llama a la Parusía, no como esperanza, sino desde la desesperanza de que esto no tiene arreglo. Y además en contraste con lo que parece se intenta desde el pontificado de Francisco, una nueva primavera eclesial en el mundo, que no parece dar frutos, con lo cual aún más la frustración y el desánimo crecen. Como si diera igual lo que hagamos, por más bueno que fuese, que nada llega a brotar, como si la semilla lanzada jamás lograse caer en tierra buena, siendo fugaces los deslumbramientos de momentos de luz, que además siempre llegan empañados con polémicas. Quizás porque tampoco hay auténtica novedad, y más bien las primaveras miran atrás que adelante…
Hablo también, obviamente, desde luego, por mí, y es que a mi alrededor pocos brotes luminosos de un mañana a mejor hay. Más bien cunde el desánimo de que en esta España nuestra, en este occidente nuestro, la secularización desbocada campa a sus anchas, rampante como los caballos del apocalipsis, ocultando la inmensa buena noticia del Evangelio de una vida buena para los seres humanos cuando tienen al Dios de Jesucristo en sus vidas. Y que poco o nada estamos sabiendo hacer para revelar y desvelar esa buena noticia al mundo. Más bien al revés, que andamos tomando decisiones que no sólo no ayudan a llevar luz, sino que la opacan aún más, preocupados por otras razones y motivos y cuitas. Preocupados por nuestras propias autorreferencialidades. Lo cual nos aleja de ideales y modelos de vida que nacieron para contar al mundo eso.
Tiempos recios de pérdidas. De ignorancias. De superficialidades. De bandos. De no encontrar el punto medio entre el mirar al mundo con amor y acoger los signos de los tiempos que nos hablan de gracia y de un Dios presente en medio de nosotros, y el no olvidar la dimensión profética de denunciar que no todo, por el mero hecho de que exista, es sano, bueno, justo, limpio y verdadero.
Tiempos recios que suenan a disminución, falta de identidad y de significatividad. A cierres. A muertes. A brújulas estropeadas. A arbitrariedades. A opciones que se alejan del amor primero. A salvar muebles. A francotiradores. A otras cosas distintas al Evangelio de la vida…
Entiendo, lo sé, lo predico, e intento no perderlo de vista, que es una tentación mirar sólo la oscuridad que nos rodea. No abrir los ojos al Espíritu, perder la mirada sobrenatural, la confianza y la esperanza en el amor de Dios que cada cabello de nuestra cabeza tiene contado.
Me digo y repito que no es lo que se ve, sino lo que no se ve, lo que hace Dios con su Iglesia, lo realmente significativo, no nuestras pobres, pequeñas y limitadas decisiones y visiones. Siembra y no recolección es lo nuestro, y pobres siervos inútiles que tan sólo hacen lo que han de hacer, somos, y que por tanto, no hemos de preocuparnos por más. Y además que hay más luz de la que parece, que la hierba no hace ruido cuando crece, que también se te da vivir otras experiencias y momentos que sí son de Dios. Que cuando uno sin más vive el evangelio, Dios hace lo demás por llegar a los demás a través de tí.
Santa Teresa diría que cuáles tiempos no han sido recios y un fraile dominico, historiador él, allá por los 70 con la crisis postconciliar, decía que crisis, crisis, lo que se dice crisis para la Iglesia, fue el siglo XIV.
Me recuerdo que desde el Concilio de Jerusalén, pasando por el Apocalipsis y los Padres de la Iglesia, es decir, desde el mismo comienzo del cristianismo, ha sido la cosa igual, y que la barca de Pedro, aun zozobrante entre aguas de tempestad, siempre ha salido a flote, pues siempre ha sido a la par santa y pecadora, divina y humana. Que trigo y cizaña andan siempre mezclados. Que las puertas del abismo no prevalecerán. Me recuerdo que el mismo Señor nos llama hombres de poca fe cuando el miedo nos gana en medio de las olas del temporal. Me digo no olvidar que lo más importante es volver el rostro hacia el mismo Dios que no deja a ninguno de sus hijos desamparado.
Pero a veces, ay, no logramos ver que el vaso medio vacío está también medio lleno. A veces, ay, parece que la cizaña es mayor que el trigo. A veces, ay, nos puede el desánimo. Por momentos se adueña de nosotros la desesperanza, la incomprensión ante lo que quienes deberían ser nuestras guías hacen o no hacen o no saben hacer. O tal vez no quieren. A veces, pobres sin fe, se nos olvida levantar la cabeza, estamos tentados de bajar los brazos. Nos olvidamos de orar.
De san Agustín se cita aquello que decía que, si nosotros pensábamos que los tiempos son malos, nos hiciésemos nosotros buenos, y los tiempos se harían buenos...
Y ahí es a donde vamos. He conocido a un hombre bueno. Un hombre de Dios. Un hombre culto sin vanidad, hondo sin afectación, cercano y afectuoso sin atildamiento, espiritual sin superficialidad, eclesial sin falsas servidumbres. He conocido a un obispo, que es monje. Uno de esos hombres buenos, que harían nuestro tiempo bueno si fuesen mayoría.
Y que son extraños encontrar.
La vida religiosa nació, así reconocen todos los historiadores y teólogos, con san Antonio, un hombre que decidió retirarse al desierto como solitario (monje viene de monos, uno, solitario) en medio de sus propios tiempos recios, para tratar de alejarse de tantas cosas como en su mundo no dejaban dejar oír el eco de la buena nueva de Jesucristo.
Ese monje bueno, al que han hecho obispo en lejano norte noruego, es Erik Varden.
Con motivo de participar como ponente en el evento cultural EncuentroMadrid del pasado sábado, ha dado una pequeña gira de charlas y conferencias en Madrid estos días pasados. He podido asistir a tres de ellas, a cada cual más distinta en contenido -una presentación de su último libro llamado Castidad (Encuentro, 2023); un encuentro con universitarios en el colegio mayor Moncloa; y un diálogo sobre teología política en la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán- pero las tres dominadas por una personalidad fascinante.
Erik Varden es una de las voces más lúcidas, prudentes, sabias y hermosas que tiene la Iglesia en este momento. No queda en superficialidades, ni en las de quienes se agarran al pasado, ni en las de quienes sin más miran el presente como si en él todo estuviera ya claro y concluido en el camino de la fe. Monseñor Varden mira al hombre eterno. Mira a la Palabra que lo ilumina.
Mira al Dios que le llama a la plenitud. Mira, obviamente, como monje trapense, con mirada contemplativa al mundo.
Y no deja de mirar al mundo. Es su condición monacal no la ramplona «fuga mundi» de quien nada quiere saber con lo que vivimos, sino la veraz «fuga mundi» que huye de aquellas cosas en el mundo que no ayudan a hacer crecer el Reino… pero acogiendo, valorando y disfrutando lo que para hacer crecer al hombre de espíritu es bueno y sabio. ¡Hasta Maestro cervecero, en plena consonancia con su condición trapense, es! Amén de hombre de vasta cultura, con referencias musicales, literarias y cinematográficas constantes en sus intervenciones, que nos hablan de un diálogo con el mundo y sus referentes, fructífero, acogedor, amable y gozoso de la belleza.
En esas tres veces que le he escuchado, cada vez ha abierto esperanza y deseo de Dios en mi corazón. Ha abierto amor, ha reencendido mi sed de palabras y de la Palabra, y desde luego mi identidad eclesial de sacerdote servidor de los hombres.
Sus palabras, su humor, su cercanía y su humanidad, su alta cultura, su rigor de pensamiento filosófico y teológico, ya mostradas en su libro La explosión de la soledad (Monte Carmelo, 2021) y reencontradas en Castidad (Encuentro, 2023), son espejo de su temperamento.
Quizás es que no estamos acostumbrados en esta España nuestra a que en la Iglesia se den figuras así, hombre bueno que trasluce a Dios, que dialoga con el mundo desde la cultura y el amor. Y además de una forma distinta a lo que nos suena. No es un hombre anclado en los 70 ni en los anti-70. No es un tradicionalista ni un progresista. Siendo un converso, no es un rigorista ni un dogmático –aunque sea plenamente ortodoxo–. Es un hombre de un cristianismo libre y desprejuiciado, que habla con el corazón, la cabeza y la propia experiencia. Un religioso y por más, contemplativo.
Seguramente su condición de hijo de un tercer momento secularizado como el que Escandinavia parece vivir –la del reencantamiento y el anhelo de sentido trascendente tras pasar por la negación y el erial ante lo religioso de las pasadas décadas–; ese su proceder de una tradición protestante –luteranismo sociológico cultural, digamos– de la que llegó al catolicismo como converso; y su discernimiento vocacional ya con un armazón humano e intelectual de gran densidad previamente construido, pueden algo dar razón de lo que se escucha cuando se le oye o se le lee.
Creo que lo mejor que puedo decir de estos tres días de escuchar a Monseñor Erik Varden, monje trapense y obispo de Trondheim, es que es un hombre de Dios, que lo dice, lo muestra y lo deja traslucir en cada cosa que hace, y que como tal, contagia a Dios. Y por eso nos devuelve esperanza.
- Fray Vicente Niño Orti, OP