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17 de mayo de 2024

Sagrada Familia con un joven San Juan Bautista de Bartolomé Esteban Murillo

Sagrada Familia con un joven San Juan Bautista de Bartolomé Esteban MurilloSotheby's

El Debate de las Ideas

Conservatismo X: matrimonio, el contrato que renueva el mundo

Edificada sobre la paternidad y la maternidad del hombre y la mujer, la familia es el ámbito humano por excelencia, la matriz generadora de la humanidad del hombre

Si hay una institución querida para los conservadores, esa institución es la familia. Y la razón se comprende fácilmente en cuanto se considera que es en la familia donde se transmite y conserva la vida. Y no de cualquier modo, sino del modo más genuinamente humano. De ahí que, si hay un experimento que al conservador le repugne más instintivamente y considere particularmente aberrante, es el intento de transmitir y conservar la vida humana fuera de la institución familiar.
¿Hace falta decir que para un conservador la única familia «sin experimentos» es la que está fundada sobre la unidad esponsal entre un hombre y una mujer? Porque, si a los seres humanos les caracteriza algo, si poseen una naturaleza, ésta es la familiar. Es sencillamente inimaginable la existencia de un espacio más acogedor que el proporcionado por los vínculos familiares de padre y madre, especialmente comprometidos por razones obvias, en el amparo y protección de cada nuevo nacimiento respecto de un mundo exterior por fuerza menos familiar y cálido. Edificada sobre la paternidad y la maternidad del hombre y la mujer, la familia es el ámbito humano por excelencia, la matriz generadora de la humanidad del hombre. El nudo existencial de todo ser humano se fragua en el ámbito familiar, pues en él concurren tanto la aportación genética de cada uno de los padres como las primeras e indelebles impresiones dejadas por el encuentro del niño con su mundo más primigenio y propio. La familia se constituye de este modo en la fuente nutricia de la que nacerán los rasgos configuradores del carácter de los hijos, y que acompañarán el devenir de cada hombre o mujer hasta el final de sus días. La trabazón que sustenta este espacio vital que es la familia es el compromiso adquirido por el varón con la mujer llamada a ser la madre de sus hijos. ¿Qué mueve a hombres y mujeres a este compromiso para formar familias, unirse y tener hijos? Una primera respuesta puede ser sin duda su naturaleza. El hombre es antes animal conyugal que animal social, observaba santo Tomás de Aquino. Pero la fuerza unitiva de esta conyugalidad entre hombre y mujer se corresponde con una dimensión básica de lo humano que, a su vez, ha sido experimentada y alimentada en el seno de una familia, y esta dimensión es la que viene dada por una entrega que se recibe y acoge bajo la forma de la gratuidad. Dimensión de entrega desinteresada de lo que hay de más íntimo y personal que bien puede llamarse amor.
Maternidad y matrimonio son términos que participan de una misma raíz y contenido, al igual que padre y patrimonio. Quien separa maternidad y matrimonio corrompe y desvirtúa lo uno y lo otro. Pues sucede que, con la maternidad no matrimonial, se ha perdido una dimensión esencial de la misma, que es la de verse acompañada y sostenida por aquél por quien la maternidad ha sido posible. A su vez, cuando un matrimonio se desvincula voluntariamente de la maternidad asume en sí mismo una esterilidad que no puede si no afectar a la misma salud del vínculo, que queda reseco y marchito en su raíz.
¿En qué sentido puede afirmarse, de acuerdo con el aforismo latino, que familia, id est patrimonium? Si por patrimonio se entiende la unidad compacta de los hábitos y bienes, tangibles e intangibles, que conforman la economía propia de un grupo familiar, la definición no puede ser más acertada. Así pues, antes que progenitor, la figura del pater familias se constituye simbólicamente como principio y custodio de dicho patrimonio. Patrimonio conservado para ser a su vez transmitido a la siguiente generación, adquiriendo de este modo esa nueva generación la condición de heredera y, por tanto, de legítima. Patrimonio que, concebido en íntima unidad con la idea romana de matrimonio, es decir, como la unión de hombre y mujer, consorcio para toda la vida, comunicación de derecho divino y humano, conforman el verdadero arco de bóveda del entramado familiar.
Pues bien, el conservador se percibe a sí mismo como heredero de este patrimonio romano de principios e ideas sobre el matrimonio y la familia, sintéticamente descrito, y lo ve en sí mismo como un legado moral que desea transmitir a las siguientes generaciones. Y si el conservador es católico apreciará, además, cuánto de conveniente hay en que esta unión, ya de por sí sagrada, haya sido elevada a sacramento por Jesucristo.
Pero frente a esta intención conservadora se yergue una Revolución que se ve a sí misma llamada a «reformar por completo un pueblo al que se desea hacer libre, destruir sus prejuicios, modificar sus hábitos, limitar sus necesidades, desarraigar sus vicios, purificar sus deseos», según la elocuente declaración del Comité de Salud Pública de 1792. Y este proceso de destrucción de prejuicios acerca del matrimonio ha llegado hasta el presente. Primero se eliminó de la definición romana de matrimonio el elemento sagrado, esto es, la comunicación de derecho divino, para dejar un matrimonio desnaturalizado reducido a mero contrato civil. Continuó el proceso con la supresión de su condición de para toda la vida con la introducción del divorcio en las legislaciones; culminando, finalmente, este proceso con la eliminación del rasgo más arquetípico y fundamental de las justas nuptiae, la de ser una unión entre hombre y mujer. ¿Cabe pensar en un triunfo más completo de la Revolución? Esta desconstrucción sistemática del matrimonio no habría sorprendido a Edmund Burke, aunque, con toda probabilidad, no habría imaginado lo lejos a lo que se ha llegado. «Todas sus nuevas instituciones (y con ellos todo es nuevo) –dice el padre del conservatismo– atacan las raíces de nuestra naturaleza social. Otros legisladores, conociendo que el matrimonio es el origen de todas las relaciones sociales y, consecuentemente, el primer fundamento de todos los deberes, trataron por todos los medios a su alcance de dotarlo de un carácter sagrado. La religión cristiana, limitando sus fatigas y haciendo de él una relación indisoluble, ha hecho por medio de estas dos cosas, más por la paz, felicidad, firmeza y civilización del mundo que por cualquier otro medio que la Divina Sabiduría haya previsto». En sentido diametralmente opuesto procedieron los revolucionarios en 1789, quienes «emplearon el mismo o mayor empeño por desacralizar y degradar el matrimonio, al que otros legisladores habían acostumbrado a llenarlo de santidad y honorabilidad. Por una extraña e inusitada declaración, proclamaron que el matrimonio no era mejor que un vulgar contrato civil… Como si el contrato que renueva el mundo careciese por completo de derecho» (la cursiva es nuestra).
¿Por qué este desprecio radical del contrato que renueva el mundo? La explicación, a nuestro juicio, tiene que ser buscada en la idea misma de libertad, en su naturaleza y alcance. La libertad, el primero y más bello de los ideales enarbolados por la Revolución. Porque ¿de qué libertad se trata?, ¿de una libertad social o de una libertad individualista? Pues la diferencia entre una y otra es abismal. Por ejemplo, ¿existe la libertad para entregarse a otro para siempre e incondicionalmente? O, más bien, ¿la libertad consiste en el derecho a un poder de autodeterminación individual siempre y en todo momento, sin que exista vínculo alguno que lo impida? En definitiva, los vínculos sociales y familiares, ¿sostienen la libertad o la encadenan? La Revolución nunca dudó de la respuesta. De acuerdo con Jacques Ellul, la Revolución francesa fue «una lucha sistemática contra todos los grupos naturales, con el pretexto de defender al individuo; lucha contra todas las Corporaciones, contra las comunas y el federalismo (los girondinos), lucha contra las Órdenes religiosas, lucha contra las libertades parlamentarias, universitarias, hospitalarias: no hay libertad de los grupos, sino solamente del individuo aislado». Lógicamente, en esta lucha por la «liberación» del individuo, el último núcleo de resistencia que debía ser asaltado y abatido era la familia, la comunidad vinculadora por excelencia. Y, según Ellul, esta es la razón por la que «la legislación revolucionaria originó la destrucción de la familia, ya sensiblemente quebrantada por la filosofía y las soflamas del siglo XVIII. Las leyes del divorcio, sobre las sucesiones, sobre la autoridad paterna, arruinaron al grupo en beneficio del individuo». Pero con esto hemos llegado a la gran disyuntiva de nuestro tiempo: o bien el principio fundante de una organización social y política es el individuo, como postula el progresismo de cuño racionalista, o bien es la familia, como postula el conservatismo. O uno u otro. Tertium non datur.
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