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Monseñor Dominique Rey

Monseñor Dominique Rey

El barbero del rey de Suecia

Síntesis de la creación

La renuncia de monseñor Dominique Rey, obispo de Fréjus-Toulon, ha sido sorprendente. Se le había enviado un obispo coadjutor que parecía que zanjaba las suspicacias vaticanas. Francisco le conminó a continuar colaborando con el coadjutor; pero ahora le ha pedido que dimita. Y Rey, desconociendo las razones, lo ha hecho en inmediata obediencia al Sucesor de San Pedro. Durante casi 25 años convirtió su diócesis en un hervidero de iniciativas religiosas desde lo tradicional hasta lo carismático (él es mucho más carismático que tradicional, aunque haya ayudado a la causa y acogido a muchos). Su mandato –jalonado de numerosas vocaciones y proyectos misioneros– ha llegado a su fin a los 72 años, antes de lo acostumbrado.

El mandato sí, pero no su huella, y como testimonio de esta perdurabilidad, he acudido a leer su libro La adoración en el corazón del mundo (Cor Iesu, 2022), traducido por Jorge Soley. Ha sido –aunque mía– una espléndida idea. Para Rey, Dios en el Santísimo Sacramento está en el centro de todo, irradiando a los asuntos humanos, que no dejan de sopesarse y de amarse en este libro, pero siempre referenciados a Quien les da sentido. Su ejemplar dimisión instantánea y sin queja se entiende muy bien tras la lectura. Nada le turba. Contagia esa serenidad al lector.

Al principio, tanta alabanza al silencio puede sonar estridente, casi zen; pero enseguida se reconduce. Se cita a Simone Weil: «Dios no fuerza a ninguna alma, no grita para ser escuchado» y se constata que «el silencio no es un fin en sí mismo». Callarse sólo es una condición previa al silencio primordial, al silencio creyente, esto es, a un «silencio elocuente» de Dios y ante Dios. Un silencio más lleno que las palabras.

Pasa con el silencio, lógico primer capítulo del libro, pero también con todos los otros grandes temas: la belleza, el tiempo, la esperanza en el mundo presente… Monseñor Rey siempre hace un viaje de ida y vuelta, en redondo, de la adoración silenciosa al mundo. La frase de Chesterton: «La casa es una paradoja porque es más grande por dentro que por fuera», se vive de una manera cósmica en La adoración en el corazón del mundo. El mismo mundo es mucho más grande por dentro (del Sagrario) que por fuera. A través de la Hostia, se le ve como al microscopio. Jorge Luis Borges dijo una vez que tirando del hilo de la traducción se puede desentrañar toda la literatura. Monseñor Rey, tirando del haz de luz de la transubstanciación, saca todo el universo. Hasta un proverbio chino convierte en jaculatoria eucarística: «Quien ve lo invisible es capaz de lo imposible».

Es un libro ascético, sí, pero, junto a las oraciones, suscita reflexiones sociales, políticas y hasta literarias. Así, cuando nos explica que «el cristianismo nos introduce en un tiempo nuevo», he comprendido que no existen dos concepciones enfrentadas del tiempo, como pensaba. Una, la pagana, circular y cerrada sobre sí misma alrededor del eje de un destino inamovible y la cristiana, narrativa y libre, contrapuestas. En realidad, la concepción pagana era correcta antes. Luego, Cristo trae un tiempo nuevo. No hay contradicción sino transubstanciación del tiempo. «Ya no está cerrado a la muerte. Se abre a la resurrección». Ese mensaje de apertura hacia arriba es el que constantemente nos deja Monseñor Rey, reclinado a los pies del ostensorio.

«Toda la creación está presente en ese pequeño trozo de pan: la tierra donde se sembró el grano de trigo; el fuego, el sol para hacer crecer el trigo y la llama para cocer el pan; el aire que permite a la planta crecer; el agua necesaria para el crecimiento del trigo y el agua mezclada con la harina para hacer el pan. La Hostia, como dijo Benedicto XVI, es la «síntesis de la creación».
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Nos cuesta entender el silencia de Dios, porque nosotros mismos ya no sabemos estar en silencio. […] Privado de silencio, el hombre se priva de Dios.
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Del silencio del Padre, viene el Verbo.
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Simone Weil describió su conversión a Cristo en estos términos: «Por primera vez descubrí un ser ante el que arrodillarme».
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Nuestro silencio en el momento de la consagración en la misa, o ante la custodia, significa que nuestras palabras no son dignas de Dios.
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A través de Él, todo es precioso.
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¿Quién puede en efecto besar y hablar al mismo tiempo?
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La belleza de la Hostia es la misma belleza de Dios: una belleza tan elevada y tan deslumbrante que Dios decide justamente velarla a nuestros ojos.
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Una doble trampa amenaza al artista: la presunción o el desánimo. Son dos caras del mismo narcisismo que separa el arte de su finalidad de superación.
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¿Qué arte es el que con mayor seguridad nos pone en contacto con Dios? La liturgia.
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Una cultura sin belleza es una cultura sin contemplación, sin trascendencia y sin interioridad.
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El arte tiene una vocación terapéutica.
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Los Padres de la Iglesia siempre han presentado la Eucaristía como el medicamento de la eternidad.
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Bousset: «¿Qué me queda por desear sino ver lo que tengo –traspasar el velo–, ver claramente y con una visión manifiesta lo que sé bien que tengo, pero no veo».
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La adoración nos recuerda que el tiempo es un don gratuito de Dios.
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El tiempo, que anida tanto en la conciencia como en el inconsciente, es materia espiritual. […] El tiempo privado de Dios aparece, pues, sin salida.
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A diferencia de esta relación herida con nuestro pasado, el cristianismo nos fija en un acontecimiento pasado cuyo sentido la Iglesia nunca ha terminado de agotar. […] [En la consagración] «los dos mil años que nos separan de la Cruz quedan abolidos» [Cardenal Journet]
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«La adoración nos hace contemporáneos de Cristo» [Kierkegaard]
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La esperanza: tensión del tiempo hacia el fin.
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Vivimos «en las garras de lo efímero», como decía Gilles Lipovetsky. Esta tiranía de la inmediatez tiene dos consecuencias. En primer lugar, ya no vemos el propósito de nuestras vidas a largo plazo. Así, nos resulta difícil vivir con la idea de que un día moriremos […] Por otro lado, nos cuesta elegir los medios justos y adecuados [para alcanzar el fin último] que requieren paciencia y perseverancia.
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«¡Está aquí!», gritaba el santo Cura de Ars levantando la Hostia.
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«Quien tiene el instante presente, tiene a Dios», decía Teresa de Ávila.
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La caridad es el presente del cristiano.
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Fragmentado en lo más profundo de sí mismo, el individuo [contemporáneo] quiere abstraerse de su cuerpo, que concibe como una restricción limitante, al tiempo que niega que haya un más allá de la materia.
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La fe sigue siendo el inconsciente silenciado de nuestras sociedades occidentales, que están en deuda con sus raíces.
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Gustave Thibon: «Por paradójico que parezca, la esperanza sobrenatural consiste sobre todo en no pensar en el futuro. Porque el futuro es la patria de lo irreal, de lo imaginario. El bien que esperamos de Dios reside en lo eterno, no en el futuro. Y sólo el presente da acceso a lo eterno».
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La recuperación del mundo, amenazado por tantas incertidumbres, comienza con la liturgia.
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«Digno es el Cordero inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». (Apocalipsis 5, 12)
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