
El Algabeño y Juan Belmonte en un tentadero en 1925
La anécdota de Belmonte y los intelectuales que no puede entender el antitaurino
Lo contaba el maestro con la pluma de Manuel Chaves-Nogales en la gran biografía del llamado «Pasmo de Triana»
Es de sobra conocida, contada y parafraseada. Manuel Chaves-Nogales, el gran periodista y autor, escribió la estupenda biografía de Juan Belmonte, «El Pasmo de Triana», uno de los dos enormes protagonistas de la Edad de Oro del toreo junto a su amigo Joselito el Gallo, «el rey de los toreros».
Belmonte ni siquiera era matador sino novillero. Como él mismo dice, venía «de robar naranjas por las huertas de los alrededores de Sevilla a sentarme en aquel cenáculo de artistas gloriosos...».
Y así fue. Contó el «torerillo semianalfabeto» cómo todos aquellos grandes nombres le trataban con benevolencia por juzgarle «prudente» pero lo que estaban era admirados de su arte natural, de su personalidad atrayente y de su impronta literaria, ininteligible para él, pero al mismo tiempo sí sensible, hasta el punto de confesar que se sentía más a gusto entre «aquellas gentes, tan distintas de mí», que entre cualesquiera otras.

Juan Belmonte en la portada de Time
Estaban allí con él, agasajándole, Enrique de Mesa, Ramón Pérez de Ayala y, «sobre todo, Valle-Inclán». El «ser casi sobrenatural» que le decía con gran énfasis: «¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!», a lo que él respondió, «modestamente»: «Se hará lo que se pueda, don Ramón».
Le hicieron un homenaje insólito para un joven novillero. En El Retiro de Madrid, presentes unos pocos y firmantes del manifiesto de los insospechados honores hasta Julio Romero de Torres, donde se decía que «el toreo no era de más baja jerarquía que las bellas artes».
Y donde el torerillo que sería un ídolo para toda España ya lo era para los «gloriosos nombres» que por boca de Valle se escandalizaron ante la mesa apartada que el dueño del restaurante les había reservado ante la todavía escasa entidad del ofrendado:
«–¿Dónde nos has puesto, bellaco? Dónde nos has puesto, di?/ El pobre hombre, aturdido, ensayaba unas disculpas/ –En un sitio de la casa como otro cualquiera/ –También es un sitio el water-closet –replicó don Ramón–/–¡Colócanos en el sitio de honor, badulaque! ¿Sabes quiénes somos?¿Sabes quién es este hombre?–y me señalaba con un gran ademán».
Termina Belmonte: «...y allí me senté a comer (...) sin que yo acertase a comprender bien la razón (como hoy el antitaurino, aunque de un modo bien diferente) de que aquellos hombres me admirasen».