
Jaime García-Máiquez
El Debate de las Ideas
Las gafas de Jaime García-Máiquez
Jaime García-Máiquez es poeta y colecciona piedras, y aunque reside en Madrid, tiene una azotea en El Puerto desde la que se divisa un pedacito de mar. Como está dotado de una mirada en carne viva y no hay aleteo en la materia que le pase desapercibido, le hice notar la circunstancia ―el mar allí, a tiro de piedra, asomándose―, pero me confesó que a fuerza de verlo ya no lo ve, pues resulta que el mar nunca es tan visible como tierra adentro. Luego, mientras esperábamos a su hermano, tuvo la gentileza de conversar sobre libros, enseñarme algunos borradores y regalarme un ejemplar de su poemario Libro de viejo, publicado hace ahora tres años. Edita Los Papeles del Sitio, es decir, Abel Feu, y edita tan bien, que no solo me he prohibido echar mano del lápiz, sino que temo incluso ensuciar sus páginas con una mala lectura.
A pesar de que al final han tenido que regalármelo, al libro le tenía ganas, la verdad, en parte por el abreboca de su antología, La humana cosa, publicada en la emblemática colección rayada de Renacimiento; en parte porque Ana Rodríguez de Agüero nos había advertido de ciertas similitudes entre su Libro de viejo y mis Niños apocalípticos. Y en efecto, ahora puedo decirlo, Ana tenía razón; si bien reconozco que el libro de Jaime es mejor, más hondo, aunque solo sea por el verso, y aunque no solo es por eso. En ambos la comicidad dolorida: el padre de familia numerosa que se ahoga, que bracea, chilla y escribe para mantenerse a flote, y la gente que se parte de risa con los aspavientos y la espuma, con esa agonía nuestra, un poco de cine mudo. En ambos la cojera entre la maravilla y la decepción, entre el lamento y la gratitud. En uno y otro la alegría entristecida, la amargura sonriente y ese estar como de prestado en la emoción de turno.
Para disfrutarlo según corresponde, y también porque así lo pide el género, me lo estoy leyendo a buchitos, como un licor. Tres días he tardado en leer un conjunto de tres poemas, un tríptico cuya tabla izquierda trata sobre las gafas de cerca, la central sobre las gafas de lejos y la derecha sobre las gafas de sol. Al menos por ahora de cerca veo bien, y por eso me ha gustado tanto el primer poema. En un par de endecasílabos, Jaime afirma que las gafas de cerca le han devuelto «el gusto cadencioso o metafísico/ por la corteza que las cosas tienen», por ejemplo, «la madera lisa, con su fuego dormido» o «el óxido aterciopelado/ con que se abriga el hierro». Me percaté entonces, con un puntito de remordimiento, de que me había estado pasando lo mismo que a él con el mar de su azotea, y que a base de ver interrumpidamente de cerca, lo minúsculo, lo muy particular, se me había vuelto invisible. Es así que llevo unos días inclinado, jorobado, procurando que no se me escapen los detalles de la proximidad. En ocasiones ha resultado decepcionante, como cuando busqué en vano aquel «fuego dormido» en el tablón de mi escritorio, tablón de mudo aglomerado. Otras veces, sin embargo, he hallado cositas en las que no había reparado hasta ahora: mapas de islas que todavía no existen en los desconchones de la pared, el cráter que dejó la rendición de una alcayata, el quieto oleaje de la pintura, las fantasmales letras de la página de una libreta en la página siguiente y, lo que más me han celebrado, el pendiente que una de mis hijas perdió allá por Navidad.
El tercer poema, dedicado a las gafas de sol, me ha resultado exótico porque nunca las uso. Soy del último parecer de Goethe, y cuanta más luz, tanto mejor; por eso detesto los túneles, los bajos y las persianas. Ayudan mis ojos marrones, vulgares pero sin duda útiles en estas tierras, por el sol tan queridas. Para comprobar si me perdía algo, recuperé unas gafas de sol horrendas, de propaganda de algún congreso, que había regalado a mis hijas para que jugaran a ponerse guapas. Me las calé y lo que vi no me atrajo: la mirada se me iba a la periferia de las gafas, allí donde acababan las lentes y el mundo aún conservaba su despiadada luminosidad. Pese a ello, admito que el poema tiene imágenes que incluso alguien con unos ojos bravíos puede disfrutar, como esa visión «contra natura», como ese «Saber hermosear con un barniz/ añejo el universo»; o la idea de que las gafas de sol amortiguan la realidad de algún modo, lo cual no siempre es indeseable porque la realidad a pelo, en toda su cruda sobreabundancia, apabulla los sentidos y ofusca la inteligencia.Mi poema preferido es el central, el de las gafas de lejos. Colabora el hecho de que, rendido a la evidencia, me haya comprado unas gafas para contrarrestar una miopía con la que no nací, pero con la que el tiempo y el cansancio de mirar han querido obsequiarme. De inmediato descubrí lo mucho que había estado perdiéndome. En estos años mi realidad se había despoblado, aunque de forma tan callada y paulatina, que no me di cuenta en su momento y, por tanto, no tuve la oportunidad de echar de menos todo aquello que había dejado de ver. Nada más salir de la óptica, por ejemplo, dejé de saludar a los paisanos como solía, a bulto y principescamente, para distinguir a un conocido de un amigo a una distancia que se me antojó sideral, digna de un superhéroe. Volvieron en el acto «el nombre de las calles», a decir del poeta, y la veleta que corona la espadaña de Santo Domingo.
En un verso emocionante, Jaime confiesa que las gafas le han dado «más vencejos»… Bien dicho, porque también se trata de cantidad, de ahí que ahora haya más antenas en mi pueblo y una desolación más acentuada en los árboles de hoja caduca. Con todo, la recuperación más estremecedora se canta en estos dos versos: «En la infinita noche,/ innúmeras estrellas temerosas». La clave se halla en lo de «temerosas». Todos ven las estrellas, hasta los miopes, pero se necesita ver muy bien para comprobar que no tiemblan de frío, tampoco de impaciencia o de rubor, sino de miedo. ¿Y miedo a qué? Habría que preguntarles. Tal vez al hecho de ser esferas de hidrógeno y helio, tener dos mil millones de kilómetros de diámetro y generar cuarenta mil billones de kilovatios-horas, y todo ello en «el silencio de los espacios infinitos», que dijo aquel; miedo a ser tan grandes y que, sin embargo, nosotros las veamos tan pequeñas, tan necesitadas de nuestra buena vista; miedo, tal vez, a su desproporcionada trivialidad.