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Gonzalo Fernández de la Mora

Gonzalo Fernández de la MoraSierra, F., Fotógrafo - Biblioteca Virtual del Patrimonio Bibliográfico, Spain - CC BY

El Debate de las Ideas

Gonzalo Fernández de la Mora: razón, eficacia y legitimidad

No debemos olvidar que, como decía el historiador Luciano Canfora, el término «democracia» tuvo durante siglos un cariz peyorativo. A eso vamos, quizás

El 30 de abril de 2024 se cumplieron cien años del nacimiento de Gonzalo Fernández de la Mora y Mon. El aniversario pasó prácticamente desapercibido para la opinión pública oficial. Ninguno de los medios de comunicación del establishment político y cultural hizo mención del evento. Ni tan siquiera el diario ABC, donde Fernández de la Mora colaboró como periodista, editorialista y crítico de ideas a lo largo de más de cuarenta años. Sin embargo, sus familiares, amigos y seguidores no olvidaron su centenario. La revista Razón Española, de la que fue fundador y guía, dedicó dos números extraordinarios a recordar su figura y su producción intelectual. El diario digital La Gaceta publicó una serie de artículos en el mismo sentido. El 19 de noviembre de 2024 se celebró en el Colegio Mayor Universitario de San Pablo un homenaje en el que participaron los profesores Elio Gallego, Dalmacio Negro Pavón, Domingo González, Pedro Carlos González Cuevas; y el hijo del homenajeado, Gonzalo Fernández de la Mora y Varela. Como colofón del centenario, se han publicado una traducción al inglés de El crepúsculo de las ideologías, y la reedición de algunas de sus obras más significativas, La partitocracia y Del Estado ideal al Estado de razón.

Esta última obra marca la culminación de la trayectoria intelectual de Fernández de la Mora. Nuestro autor evolucionó desde su inicial formación escolástica y tradicionalista, en la línea de los herederos de Acción Española, hacia posiciones racionalistas y positivistas, como puede verse en su obra más conocida, El crepúsculo de las ideologías, publicado en 1965. En sus páginas planteaba la obsolescencia de las ideas tradicionales, el liberalismo, la democracia cristiana, el socialismo, en un mundo industrializado y tecnificado. En aquel contexto, la legitimidad de los regímenes políticos descansaba, no en la realización de una utopía social o en la voluntad popular, sino en la eficacia a la hora de lograr el desarrollo económico y la modernización social. Del Estado ideal al Estado de razón es la continuación de ese planteamiento político. Se trata de su discurso de entrada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

A la muerte de José Ibáñez Martín, quedó vacante su escaño en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fernández de la Mora no dudó en presentar su candidatura, que contó, entre otros, con el apoyo de José María de Areilza, junto a sus antiguos maestros Millán Puelles, Juan Zaragüeta y Camón Aznar. Fue elegido académico el 18 de marzo de 1970. Un año después entregó su discurso de entrada. Su lectura tuvo lugar el 29 de febrero de 1972

Así, en el discurso abordó el tema de la posibilidad del Estado ideal y la descripción de lo que denominaba «Estado de razón». En realidad, el hilo conductor del discurso intentaba dar continuidad y nuevos contenidos a las tesis defendidas en El crepúsculo de las ideologías. Concibiendo el proceso histórico como «el laborioso tránsito del mithos al logos», Fernández de la Mora se proponía desmitificar «la Política» o, lo que era lo mismo, «una verdadera desmitologización del Estado»; algo que exigía la crítica del «postulado de la ciudad perfecta». En un primer momento, el autor somete a crítica el conjunto de las ideas políticas partidarias de la definición de una forma ideal de convivencia. Para ello se remonta a los griegos, desde Tirteo a Platón, pasando por Aristóteles hasta llegar a los latinos Cicerón, Plutarco y Zenón. Tanto unos como otros, eran prisioneros de la noción de «ciudad ideal» primero como consecuencia de «las exigencias de la mentalidad primitiva» y posteriormente de «la sustantividad metafísica». Algo que continúa a lo largo de la Edad Media, ya que Agustín de Hipona «sublima Platón»; y Tomás de Aquino sigue fundamentalmente a Aristóteles. Los pensadores árabes, como Hunain, Yhya, Alfarabi o Avicena y Averroes siguen el mismo camino: «El idealismo político de los grandes filósofos árabes es sostenido y profundo. Con la excepción tardía de Abenjaldún, su fidelidad al esquema clásico es constante. También el Islam se adhiere, con reforzado dogmatismo, a la hipótesis del Estado ideal». Los «modernos», como Bodino, Moro, Bacon y Hobbes, consideran a la Monarquía absoluta como régimen político ideal. «Es un idealismo social en el que convergen el racionalismo de las construcciones apriorísticas, el maximalismo de las normas puras y el trascendentalismo de una mentalidad religiosa». Ilustrados como Locke asestan golpes de muerte al arquetipo monárquico absolutista; pero se mantuvieron fieles al esquema de la ciudad ideal, encarnada en la democracia de libre «consentimiento». Y lo mismo ocurre con Rousseau y John Stuart Mill, deificadores de los regímenes democráticos: «Durante los dos siglos de esplendor del demoliberalismo se ha batido una marca histórica en la gran carrera del platonismo social, pues nunca una fracción tan extensa y calificada de la Humanidad había estado tan hondamente convencida de haber encontrado, al fin y definitivamente, el régimen moralmente obligado, la ciudad perfecta». Frente al liberalismo, surge el marxismo, cuya alternativa es la dictadura del proletariado, «una fórmula constitucional transitoria, que desembocará en el definitivo modelo de la convivencia política, la sociedad sin clases». Pero que, en la práctica, supuso, con la experiencia de la Unión Soviética, «un retorno al absolutismo, con la diferencia de que el título de soberanía no es un príncipe de derecho divino, sino el partido elitista que, por dogmática definición, encarna los intereses de la clase obrera».

Para Fernández de la Mora, toda esta trayectoria ideológica del pensamiento político resultaba irracional y se había saldado con «un terrible fracaso». «El curso del proceso político no es progrediente como el de la ciencia; ni tan siquiera dialéctico como la filosofía; es, de ordinario, zigzagueante, a veces pendular y, con frecuencia, recurrente (…) En la sucesión de formas políticas dentro de cada pueblo no hay una dialéctica racional a través de la cual se vaya perfilando la ciudad perfecta». Sin embargo, aún no se había abandonado la perspectiva utópica de llegada a «la óptima república». Para su logro, se habían ensayado, a lo largo de la historia, tres caminos. El primero era el «sacral», que respondía a la mentalidad primitiva y que se inclina a explicarlo todo mediante la intervención de fuerzas sobrenaturales, y cuyo modelo es la teocracia. El segundo es el «arbitrismo», laico, pero que intenta producir o construir algo inédito, «paradigmas felicitarios que susciten la adhesión, la ilusión y hasta el entusiasmo». «El arbitrismo político se condena cuando, como es frecuente, ignora la sociedad concreta sobre la que puede operar». De ahí que produzca maximalismo, ideologización y voluntarismo. Por último, estaba la vía «ética», que consiste en «proponer el esquema como una posibilidad que el investigador considera satisfactoria» o, en el peor de los casos, que es presentada como «un imperativo moral», que, por lo general, se considera universal, y que, por su propia dialéctica, conduce al despotismo, al finalismo, a la «destecnificación» y al absolutismo. «Entonces el idealismo político acumula todas sus potencialidades: poseído de radicalidad revolucionaria y de autoritarismo iluminado, desprecia el tiempo, el espacio, el hombre concreto, las condiciones estructurales y los medios. Es una obstinada y soberbia negación de la naturaleza y de la historia». Todas estas vías se caracterizan, según Fernández de la Mora, por su «antihistoricismo congénito», es decir, por la negación del cambio y de la evolución: «El idealismo político ignora esa propiedad trascendental del ente finito que es la contingencia y que se traduce en la temporalidad». «El dogma de la ciudad perfecta sólo es compatible con un mundo sin contingencia y sin temporalidad; es decir, con un universo despojado de dos de sus propiedades esenciales».

De todo ello se deducía la necesidad de reemplazar la teoría idealista de la ciudad perfecta por una «teoría empírica y cinética» del Estado. Aplicando el método experimental, el Estado es un artefacto real e instrumental. En consecuencia, no se justifica por sí mismo, sino por su «rentabilidad», por su eficacia; es «un medio al servicio de la sociedad». Supuestas dichas características, no era posible afirmar la existencia de un «arquetipo universal»; y mucho menos «moralmente imperativo». «Nunca se podrá recomendar un Estado sin relacionarlo con una situación factual, porque la bondad de todo instrumento viene dada por el objetivo propuesto». «La moral de los preceptos constitucionales es puramente situacional». Así pues, frente al absolutismo del Estado, era preciso proclamar «su relatividad»; frente a la hipótesis del régimen perfecto, «el indiferentismo constitucional». «No existe el Estado ideal, sino el Estado relativamente eficaz, o bueno secundum quid». A partir de ahí, Fernández de la Mora se esfuerza por encontrar una serie de criterios objetivos a la hora de dar legitimidad a la acción del Estado. En primer lugar, el orden, ya que es «el fin que da sentido a todas las formas políticas, y es, además, la primera dimensión para calibrar la eficiencia de las instituciones arbitradas por la Humanidad». Y es que el orden libera al hombre de «una inquietud radical»; es «el cimiento de todo lo social y de casi todo lo individual de un hombre mínimamente civilizado». En segundo lugar, la justicia, porque el orden ha de configurarse como «lo más justo que sea viable». «La equidad es el gran factor configurante del orden; es también el dinamismo que se añade a la relativa estabilidad de un orden». Y, por último, el desarrollo, que es el imperativo de la «era postindustrial». «El desarrollo es la tercera dimensión del fin que da sentido al Estado, una dimensión antes problemática, embrionaria y subalterna, pero hoy lúcida, galopante y dominadora». Lo que Fernández de la Mora denomina «Estado de razón» acentúa sostenidamente estos tres criterios de legitimidad. Y concluye: «El legítimo juicio político no es a priori, sino a posteriori; no se emite en función de módulos abstractos, sino de logros concretos. Lo alcanzado en orden, justicia y desarrollo es un dato objetivo y mensurable. Y el consenso que tales resultados suscitan no es retórico, sino empírico y, por ello, resistente al adoctrinamiento y a la propaganda falaz».

El 1 de abril de 1973, Fernández de la Mora publicó en ABC un resonante artículo significativamente titulado «El Estado de Obras», en el que hacía descansar la legitimidad del régimen, no en su origen, sino, sobre todo, en su ejercicio. Su legitimidad última residía en su demostrada capacidad para mantener el orden, la elevación de la renta nacional y la justicia distributiva, al igual que en la transformación modernizadora de la sociedad española.

La evolución política posterior de la sociedad española parece desmentir los planteamientos de Fernández de la Mora. La democracia liberal se convirtió no ya en una idea, sino en una «creencia» en el sentido orteguiano del término. El régimen de Franco se desvaneció tras la muerte de su fundador y guía. Sin embargo, las ideas de Fernández de la Mora transcienden la propia existencia del franquismo. En el fondo, su teoría de la legitimidad es una idea regulativa, en el sentido kantiano del término, que puede servir para cualquier tipo de régimen político concreto. Hoy, la democracia liberal está siendo más cuestionada que nunca en sus fundamentos doctrinales y políticos. La globalización y la emergencia de potencias como China cuestionan su vigencia social. Ya lo decía Como decía Ortega y Gasset en 1948, la legitimidad democrática tiene «un carácter deficiente y feble». Y es que, en última instancia, la legitimidad de los sistemas políticos, sea cual sea su cáscara ideológica, radica en su eficacia para garantizar el orden, la justicia y el desarrollo, como sostenía Fernández de la Mora. Así lo defendía igualmente el historiador socialdemócrata Tony Judt, quien, en su libro Algo va mal, nos dice que «para la mayoría de la gente en general, la legitimidad y la credibilidad en un sistema político descansa no sólo en las prácticas liberales y democráticas, sino sobre el orden y la predicibilidad». «Un régimen autoritario es mucho más deseable para la mayoría de los ciudadanos que un Estado fallido democrático. Incluso la justicia probablemente cuenta menos que la competencia administrativa y el orden público».

Hoy, autores como Jason Brennan propugnan sustituir la democracia como lo que denomina «epistocracia», es decir, dar el poder a los ciudadanos con más conocimientos. Y David van Reybrouck sustituir las elecciones por el sorteo. La democracia dista, pues, mucho de ser la única fórmula política dotada de legitimidad. No estamos en el «Fin de la Historia» como pretendía Francis Fukuyama La historia es perpetuo fluir y devenir. Por ello, no debemos olvidar que, como decía el historiador Luciano Canfora, el término «democracia» tuvo durante siglos un cariz peyorativo. A eso vamos, quizás. Por ello, hay que seguir leyendo a Gonzalo Fernández de la Mora.

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