La tragedia del mejor cantante del siglo XX
Una gran carrera no es antídoto contra una infancia espantosa, Delibes se mostraba partidario de USA y Abascal se convierte en el nuevo dóberman, mientras los nacionalistas añoran a Fraga

El cantante de lieder Dietrich Fischer-Dieskau
La semana pasada se celebró el centenario de Dietrich Fischer-Dieskau. Hoy pocos se acordarán ya de esta figura prominente en el mundo del canto, pese a que en su día llegó a acumular más de mil grabaciones, un récord prácticamente inalcanzable para ningún otro músico; ni siquiera Julio Iglesias, en otro género, le llegaría al diez por ciento.
Su labor se desempeñó sobre todo en el ámbito de los llamados «lieder», que es como los germanos bautizaron a sus canciones basadas en autores de enjundia y elevada calidad, poetas como Heine o el mismo Goethe.
De la notoriedad que en su día llegó a alcanzar este relevante barítono alemán, al que Leonard Bernstein se refería como «el mejor cantante del siglo XX», da cuenta el cine, antaño el gran arte de las masas. En una de las adaptaciones de la conocida novela de Patricia Highsmith, Tom Ripley se pasea por varias ciudades europeas con un vinilo de Fischer-Dieskau, por supuesto dedicado a los «lieder» de Schubert.
Este artista gozó de un éxito profesional solo reservado a las personalidades irrepetibles, casi desde sus inicios berlineses, en 1948. Pero al final de sus días, según ha relatado ahora unos de sus últimos pupilos, vivía angustiado. No estaba seguro de que todo su empeño hubiese valido la pena, ni siquiera de que alguien fuera ya a recordarle. Y dudaba de que todos los desvelos, viajes, compromisos, reconocimientos, en realidad, solo hubiesen sido obstáculos insalvables en el camino de la felicidad familiar: se lamentaba de haber desatendido a hijos y esposas (tuvo cuatro).
Pero posiblemente, la herida más lacerante que marcó la existencia de Fischer-Dieskau, casi desde su inicio, fue la trágica pérdida de su hermano epiléptico, Martin. Un día, los nazis se presentaron en el hogar y se llevaron al pequeño para aplicarle su particular método de eutanasia. Semanas más tarde, lo asesinaron. Ya por entonces, para algunos, los niños no eran de nadie.
Delibes y la filantropía «made in USA»
Anda por ahí un libro poco conocido de Miguel Delibes, USA y yo, que se anticipa a otro que, años más tarde, escribiría el filósofo francés Bernard-Henri Lévi, American Vertigo, en la visión que estos autores ofrecen de la gran nación americana.
Desde un reflexivo escepticismo, los dos escritores europeos marchan hasta EE. UU. con la idea, en el fondo, de comprobar la superioridad del viejo continente. Delibes quizá no lo manifieste tan abiertamente, el francés, en cambio, sí. Pero en ambos se aprecia la sorpresa desde el primer instante. Aquello era otra cosa.
Casi mejor que este Delibes proclive a lo yanqui permanezca resguardado, porque algunas de sus opiniones no pasarían hoy el cedazo de los «concienciados», aunque él mismo hubiera podido cambiar de parecer en otro tiempo.
Así ocurriría, por ejemplo, cuando sostiene que el dinero que los norteamericanos destinan a las mayores eminencias científicas, solo por pensar, se dilapidaría según a qué manos fuese a parar. Afirma el autor de Los santos inocentes: «¿Qué latino nacido de madre no pensaría antes que en la dispersión astral en la manera más divertida y provechosa de invertir el dinero que el Gobierno le ‘regala’?». Uy.
Donde Delibes muestra la mayor coincidencia con las posteriores reflexiones de Lévi es en lo que atañe a la filantropía, esa suerte de contrapunto liberal al estado del bienestar socialdemócrata, que algunos confunden con la caridad. Aplicada al cultivo y desarrollo de las Artes, por ejemplo. «No sería noble tampoco silenciar el profundo americanismo del americano, el amor por su pueblo, el noble orgullo por hacerle cada día más próspero y culto», señala el escritor acerca de su germen.
Pues sí, no hay día que no nos encontremos con noticias acerca de las donaciones millonarias que personas particulares, y fundaciones privadas, realizan a las instituciones culturales de aquel país. Los más de 300 millones de dólares que va a costar la remodelación del Lincoln Center los aportará la fundación Niarchos. Eso es en Nueva York, dirán algunos. Sí, pero también en Charlotte: su orquesta sinfónica acaba de superar el objetivo inicial de recaudar 50 millones de dólares de aportaciones para su funcionamiento, en tres años.
Como el Coro del Teatro de la Zarzuela madrileño, ahora mismo, dos orquestas sinfónicas norteamericanas, las de Forthworth y la histórica de Pittsburgh, se pusieron, no hace tanto, en huelga para reclamar mejores condiciones laborales. Aquí se aguarda a lo que diga el Gobierno que, si desea actuar, recurrirá, cómo no, a los impuestos. Mientras, en EE. UU., las protestas se zanjaron con aportaciones de individuos, en el primer caso, cercanas al millón de dólares. Viva la caridad.
El dóberman es Abascal
Hay encuestas para informar, aunque la mayoría (empezando por las de Tezanos) se «articulan», llamémosles así, con el propósito de mantener prietas las filas o de movilizarlas. Estos días se ha publicado uno de esos desvaríos según el cual al líder de la facción superior, Sánchez, no le tose nadie, es el mejor valorado por la ciudadanía (de Sanchistán, seguramente).
Pero por lo que pudiera pasar, conviene que vaya calando la peligrosa idea del progresivo ascenso de un contrincante inesperado. El Dóberman esta vez es Abascal, que se sitúa en segunda posición en el corazoncito de los españoles, ya superado su rival, Feijóo, ese que, en teoría, asustaría menos a los convencidos. El monigote del líder de Vox se agita para provocar que los posibles indecisos se lo piensen mejor: o el actual inquilino de la mansión caótica (Moncloa) o el abismo de la derechona más rancia, de eso iría todo.
Y si no fuera porque hoy ya no queda ninguno de cierto peso, en breve sacarán también a los remedos de intelectuales con sus folclóricos manifiestos. Si acaso, para evitarles el trabajo, deberían tomar nota de aquel que Marguerite Duras, la escritora francesa, produjo como advertencia a sus compatriotas cuando, allá por 1986, Mitterand se jugaba la reelección.
«Estoy aquí para decírselo, si continúan así (…) formarán parte de una sociedad que jamás queremos conocer, y por ello serán miembros de una sociedad privada de nosotros: sin hombres de inteligencia verdadera y profunda, sin intelectuales –sí, es la palabra precisa–; sin poetas, novelistas y filósofos, sin creyentes auténticos, verdaderos cristianos, sin judíos, una sociedad sin judíos, ¿me entienden?».
Ummm… Una sociedad sin judíos… Si triunfaba la derecha francesa, entonces lo hacía el nazismo…. Vaya, vaya… Eso sería hace cuarenta años. Ahora el antisemitismo milita en las filas socialistas y campa a sus anchas por RTVE, sin que nadie se escandalice.
Hasta el nacionalismo añora a Don Manuel
Desde la postura ventajosa de la que parte cierta izquierda, y más cuando se trata de zurrarle a un muerto, algunos personajes de la reciente historia se prestan, sobre otros, a la caricatura grotesca en manos de los amanuenses.
Véase el caso de Manuel Fraga que, al ideario que le era consustancial (y del que suele desgajarse la parte fundamental para recrear solo el tópico del conspicuo representante de la derechona/fascista/opresora), añadía una personalidad a menudo bombástica.
En realidad, sus frecuentes, atropelladas proclamas albergaban, en ese fondo castigado por la desabrida contundencia de las formas, las sólidas ideas de un profundo liberal, en la línea de finos pensadores modernos, como Aron y Revel.
En una aún reciente, muy mediocre serie de Movistar, destinada a glosar la peripecia que rodeó al primer triunfo de España en el festival de Eurovisión, han aprovechado para sacarse de la chistera al Fraga carpetovetónico, sumiso con el poder (Franco); zafio, implacable e incluso violento con sus inferiores. Para acabar de perfilar el retrato burlesco, se han buscado además a un conocido histrión gallego, ocupado en reforzar el acento y los contornos más agrestes del ogro.
De vilipendiar a Fraga se encarga el guion (cuanto más exagerado, más próximo a las verdaderas intenciones del producto), pero luego resulta que ante la ficción se presenta inadvertida la incómoda visita de la realidad, para trastocar la farsa.
Estos días ha aparecido una entrevista con Xosé Zapata, uno de los artífices del éxito del sector de la animación en el audiovisual gallego, con producciones que han acaparado premios Goya y tal. De origen humilde y hecho a sí mismo con talento, inteligencia y tesón, Zapata se forjó en la utopía izquierdista más próxima al nacionalismo gallego, donde militó (y quizá siga).
Pero ahora que además de artista es empresario, este buen hombre, de eterno rostro infantil, se ha acordado de aquel presidente de su comunidad, que sollozaba en cuanto oía a un centenar de gaiteros, para reconocer que con Don Manuel se vivía mejor.
Por lo menos ocurría así en lo concerniente a la visión, muy superior a la del resto, que el político de Villalba albergaba acerca de la cultura, alejada de la sórdida cutrez del minifundio. Más que en el reparto de las migajas, la inútil distribución de la miseria, Fraga creía en los grandes proyectos y a veces acertaba (por ejemplo, con su apuesta por la animación) y otras no (el mausoleo de la Ciudad de la Cultura, que quizá hubiese sido otra cosa de haberla podido culminar él mismo).
Lo cierto es que en su enorme cabeza siempre se fijó como premisa el fomento y promoción de la excelencia, el valor de las grandes creaciones y, aunque le tocase muy de cerca, sabía distinguir una ópera de Verdi de una muñeira; cada cosa en su sitio.