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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

Stalin y el perdón de la pianista bíblica

La gran Mariya Yúdina grabó un concierto de Mozart para el dictador ruso, y con el disco le envió una carta que aún hoy constituye todo un indescifrable enigma

Mariya Yudina

Mariya Yúdina

Solo los grandes tiranos pueden escapar del «melifluo consenso», que diría el barón Scarpia, para imponer en todo momento, y lugar, su libérrima voluntad. Stalin, entre los más aplicados, se complacía en satisfacer algunos de sus caprichos a golpe de teléfono.

Una noche, mientras sus esbirros se esforzaban por llevarle listados con nuevos enemigos del pueblo a los que liquidar, de una manera u otra, el dueño de los destinos de todos esos desgraciados se entretenía escuchando la radio. Y no los informativos cuyo contenido conocía ya de sobra, pues él era el protagonista, artífice y redactor de los principales acontecimientos difundidos.

Como improvisado crítico musical que ejercía a ratos (cuando, en ocasiones, en un juego perverso, pues todos conocían la auténtica identidad del autor, se valía del seudónimo para ajustar cuentas con algún compositor díscolo infligiéndole terrores inhumanos), ese día, algo debió cautivarlo de aquella interpretación del Concierto número 23 para piano y orquesta, K. 488, de W. A. Mozart, cuyos sonidos contribuían a ensanchar la placidez de la dacha.

Stalin llamó a la emisora y pidió que le sirvieran cuanto antes la copia grabada de lo que acaba de oír. «Sí, señor», le contestó el manzanillo de turno, antes de transmitirle las órdenes supremas al correspondiente jerarca de las ondas. La misión parecía imposible, porque se trataba de una interpretación en directo, que a nadie se le había ocurrido registrar.

Pero, regresando al inicio, la dificultad de ejecutar una orden o tarea en apariencia inverosímil suele resultar inversamente proporcional al poder que el superior tenga sobre la propia existencia del subordinado. Y aquí no había discusión posible, si la grabación no existía resultaba preciso inventársela cuanto antes: solo hay que poner a prueba las prodigiosas capacidades del ingenio humano en situaciones azarosas.

Hasta tres directores se requirieron

En medio de la noche, los músicos de varias orquestas moscovitas fueron convocados urgentemente a pasarse por la emisora, donde ya les aguardaba la protagonista, la pianista Mariya Yúdina, algo reticente, en principio, pero seguramente convencida por los 20.000 rublos que le servirían para alimentar sus empeños altruistas.

Al director, también conducido hasta el estudio casi a punta de kalashnikov, tuvieron que reemplazarlo en dos ocasiones. Ni él ni su inmediato sucesor lograrían superar los nervios de medirse al puntilloso juicio del dictador. Con cualquiera de los primeros, el proyecto hubiese naufragado sin remedio, hasta que alguien pudo localizar finalmente a Alexander Gauk. Al tercero fue la vencida.

Yúdina cumplió el encargo y, al día siguiente, Stalin tuvo la grabación, de la que se editó un único ejemplar. La leyenda, luego exagerada en todos sus condimentos, con un fantástico desenlace, en una película (La muerte de Stalin, 2017), cuenta que la pianista, una reconocida disidente, llegó a introducir una nota en la carpeta del disco.

La pianista desafía al tirano

La breve misiva, para único conocimiento del líder máximo, decía lo siguiente: «Le agradezco su apoyo, Iósif Vissariónovich. Rezaré día y noche por usted y pediré a Dios que le perdone por sus pecados contra el pueblo y el país. Dios es misericordioso, le concederá el perdón. Donaré el dinero a mi Iglesia para que el edificio pueda repararse».

Si eso hubiese sido cierto, la autora del provocador texto habría resultado fusilada, casi con toda seguridad. O no. Porque la singular Mariya Yúdina, por alguna razón que el sátrapa se llevó con él, había sido siempre respetada por Stalin, a pesar de su más que conocida postura contraria al régimen.

Quizá el hombre admiraba en ella la profundidad, el coraje de sus convicciones, que desdeñaba los formalismos y nunca claudicó ante la imposición de cualquier dogmatismo; esa férrea determinación, casi temeraria, que algunos atribuían a alguna suerte de demencia que le proporcionaría una aura entre iluminada y, en ciertas ocasiones, funesta: portaba una pistola, con la que una vez retó a un pretendiente frustrado, y si alguna vez sonreía, asomaba una caverna despoblada de siniestra apariencia.

Cierto que perdió algún trabajo como enseñante, pero siempre se le dejó que encontrara otros: si hubiesen deseado eliminarla, no habrían tenido ningún tipo de contemplación con ella, como les ocurrió a tantos otros, algunos muertos en vida en las sombras del gulag. Incluso, en 1950, le permitieron viajar a Alemania, donde peregrinó hasta Leipzig para visitar descalza la tumba de J. S. Bach.

Apasionada de la música de su tiempo

Otra seña de rebeldía, en sus recitales, Yúdina solía incluir música de autores contemporáneos (Krenek, Stravinsky, Bartok, …) alejados de los gustos oficiales. Las autoridades pretendían imponer lo que era lícito crear, ya se sabe, un arte diáfano en la forma y elocuente en su servil mensaje: la glorificación del nuevo hombre soviético, comprometido únicamente con aquello que el gobierno establecía como el indispensable bienestar del pueblo.

Amiga de Boris Pasternak, comenzaba (o alternaba) sus actuaciones, después de santiguarse, con la lectura de poemas de jóvenes escritores, ajenos al catálogo de autores promovidos por la propaganda gubernamental. Incluso se dice que, en una de esas ocasiones, tras alabar a Pasternak, leyó la traducción que el propio creador de El doctor Zhivago había realizado del soneto 66 de Shakespeare, aquel que se refiere al «arte amordazado por el poder».

Por si fuera poco, en una sociedad que condenaba la religión como una suerte de superstición alienadora, la pianista ejercía de fervorosa católica, estudiosa de san Agustín en sus años universitarios, de una franciscana austeridad, perennemente ataviada con una suerte de hábito negro, del cuello hasta las desgastadas alpargatas (Sviatoslav Richter decía que cuando entraba en una sala parecía, tal cual, ver a Clitemnestra) y un amplio crucifijo como único adorno sobre el pecho. «La pianista bíblica», la bautizó el poeta Iosif Brodski.

El último consuelo de Stalin

Para redondear el mito de la genial pianista, que había nacido el 9 de septiembre de 1899 en Nével (Bielorusia), y se despidió de este valle de lágrimas en Moscú, el 19 de noviembre de 1970, algunas versiones señalan que en la muerte de Stalin se descubrió, justo al lado, en su mesita de noche, ese único disco del concierto de Mozart, preservado gracias a la temerosa materialización de su deseo.

Hoy se puede recurrir a alguna de las plataformas musicales existentes para escuchar el resultado. La interpretación, posiblemente de 1947, es una muestra de algunas de las contradicciones que albergaba aquel ser insumiso, desprejuiciado y heterodoxo, que concebía la música como la vida misma, el resultado de sus íntimas convicciones, sin atenerse a lo que comúnmente podía esperarse de otros pianistas.

Frente al Mozart apolíneo, de líneas más puras habitualmente atribuible al resto, impregnado del «estilo» y las convenciones, Yúdina exhibe un músculo, una vitalidad, una exuberancia incontrolable, sobre todo en los movimientos extremos. En el último, tal parece que súbitamente hubiera recordado que debía acudir a casa para darle de comer a sus gatos, y quisiera sacarse de encima las notas, más que percutidas, disparadas.

Richter contó que una vez, durante la guerra, Yúdina interpretó el Clave bien temperado (Bach constituía la cima para ella). Al finalizar el recital, se le acercó el gran Neuhaus, maestro de pianistas, para preguntarle: «¿Por qué ha tocado el Preludio en si bemol menor de una manera tan dramática?». «¡Porque estamos en guerra!», fue su única respuesta.

Un oasis en medio de la tempestad

Toda ella era un campo de batalla. En Mozart, el conflicto persiste. Aunque luego llega el célebre segundo movimiento, y durante el poético transcurso de la siciliana, la réplica enérgica se torna piedad, «la alegre piedad frente a los hombres», que decía Octavio Paz.

Quién sabe si escuchándola a ella en esta página sublime, hasta Stalin se sintiera, acaso durante unos instantes, piadoso y decidiera respetarle la vida, pese a la imprudencia de su arrebato contestatario.

O quizá intuyese que solo un ser superior, más grande que él mismo, podía comunicarse a través de Mozart con regiones inefables del espíritu, esas para las cuales no se hallaría explicación ni asidero solo en la frágil certidumbre de la materia.

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